Hace mucho tiempo que quería hablar sobre los dramáticos momentos en que dos reporteros españoles perdieron la vida durante la guerra que tuvo lugar en Irak entre los meses de Marzo y Abril de este año. Como cualquier lector avezado e informado recordará, en apenas dos días, estos dos jóvenes periodistas españoles, Julio Anguita Parrado, enviado especial del diario “El Mundo” y José Couso, operador de cámara de Tele 5, fallecieron mientras cubrían informativamente el conflicto. Adelanto a todo aquél que no lo sepa, que yo he estudiado Periodismo, me siento periodista y no por otra cosa me dedico a escribir en esta página mis reflexiones y mis opiniones sobre la actualidad. Doy así rienda suelta a mi pasión por la escritura y por la información, ya que por otros medios no puedo, al menos de momento.
Desde mi óptica de Licenciado en Periodismo que se gana la vida decentemente desempeñando un trabajo que se encuentra en las antípodas de la búsqueda y la plasmación de distintas informaciones en un medio de comunicación, la vida de un reportero de guerra es realmente fascinante. Sinceramente, yo habría dado diez años de mi humilde y aburrida vida por vivir la aventura de informar, desde el mismo corazón de la III División de Infantería de los Estados Unidos, del avance de las tropas aliadas en Mesopotamia y describir los acontecimientos y los enfrentamientos desde tan privilegiada posición, tal y como lo hizo J.A. Parrado.
Y no sólo eso. El entrenamiento previo al que se tuvo que someter en un acuartelamiento norteamericano, la emoción de los momentos previos al inicio de la guerra y sobre todo, la certeza de que miles de personas están pendientes de lo que escribes para poder conocer de primera mano qué es lo que está sucediendo allí, tienen que ser sensaciones tan indescriptibles y gratificantes, que no debe haber dinero que las pague.
Pero todo esto, lógicamente, tiene un precio. Acudir a un conflicto de estas características y pensar que no puede sucederte nada, es de insensatos. En las guerras que en el mundo ha habido, hay y habrá, no sólo caen reporteros suecos, alemanes o australianos. También los españoles pueden tener la desdicha de ser alcanzados. Y con frecuencia, lo son.
J.A. Parrado sabía positivamente a qué se exponía y así lo dejó dicho a su compañera en las tareas informativas, también del mismo diario. Supongo que José Couso también era consciente de los peligros que podían acecharle y en el uso legítimo de su libertad individual, podría haber declinado la posibilidad de acudir a Irak como cámara de apoyo al enviado especial de Tele 5.
Pero la muerte que encontraron en Irak aunque similar, contuvo un rasgo especialmente diferenciador. Mientras que el último aliento de J.A. Parrado volaba junto a un traicionero proyectil iraquí, a José Couso le reventó un obús lanzado por un M1 Abrams en Bagdad, cuando las hostilidades agonizaban. Desgraciadamente, las balas, las bombas y los misiles, independientemente del bando que las lance, no son tan inteligentes como para realizar escorzo alguno ante la presencia de un periodista en el campo de batalla y evitar impactar en él.
Si yo soy consciente de los peligros que corre un reportero de guerra, imagino que quienes están más integrados en la profesión y se ganan la vida con ello, lo sabrán mucho mejor que yo. Pero en aquellas fechas convulsas, muchos políticos y periodistas obviaron esta perogrullada y se apresuraron a arrojar los dos cadáveres, aún calientes, en la mesa del Gobierno de la Nación y especialmente en los bigotes de José María Aznar. La instrumentalización que esos medios y esos partidos políticos hicieron de estas dos muertes fue tan bochornosa como falaz. Sabían de largo que nada tenía que ver la decisión de Aznar de apoyar a Bush y Blair en su intervención contra Sadam, con las muertes de estos dos reporteros, pues más que posiblemente, ambos tendrían que haber acudido al conflicto y podrían haber fallecido en similares circunstancias, aunque el Gobierno español se hubiera opuesto a la guerra.
Pero lo que interesaba era desgastar al Ejecutivo cuanto más mejor y no conformándose con justificar actitudes demagógicas y farisaicas a partir de estas dos terribles muertes, los periodistas que cubrían la información del Congreso y del Senado escenificaron una de las mayores bajezas morales que se recuerdan en la historia de nuestra democracia. Recién fallecido Couso, aparecieron en el Congreso ante Aznar sosteniendo los retratos del reportero y boicoteando la comparecencia del presidente ante los medios en el Parlamento. En definitiva, dándole la espalda al Presidente, venían a responsabilizarle, torpe y zafiamente, de la muerte de Couso bajo los disparos de un tanque norteamericano.
En aquel momento, me avergoncé de haber estudiado esa carrera y de que muchos de los que allí estaban, hubieran pasado por mi misma facultad e incluso, pudieran haber sido compañeros míos.
Porque, qué fácil es boicotear y acusar alegremente a un gobernante democráticamente elegido, de ser un criminal o un asesino, aunque sepas que es una mentira como la catedral de Sevilla. Lo haces desde la convicción y la seguridad de que no te hará nada, de que aguantará estoicamente el chaparrón y de que no tomará represalia de ningún tipo contra nadie. Se limitará a esbozar una sonrisa nerviosa y a marcharse cabizbajo y enrabietado por ser objeto de semejante injusticia.
En cambio, ¿cuántas veces se les ha presentado la oportunidad a esos mismos periodistas, o a sus compañeros, de boicotear las conferencias de prensa de, por ejemplo, Arnaldo Otegi, y sus chacales abertzales? Docenas, seguro. Pero no lo han hecho, porque son conscientes de que sus vidas corren peligro si adoptan tal postura. Es que ni tan siquiera lo hicieron cuando José Luis López de Lacalle, también colaborador de “El Mundo” fue abatido en plena calle por las balas asesinas de ETA.
¿Le habrían hecho un vacío similar, si se les hubiera presentado la oportunidad, a Sadam Hussein? ¿O a Fidel Castro, tras las ejecuciones que llevó a cabo hace no mucho contra varios disidentes que pretendían escapar de su paraíso caribeño? Creo que se responden solas estas preguntas.
¡¡Cuánta hipocresía hay en el mundo!!
Lucio Decumio.
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