26 agosto 2004

Historias olímpicas

Después de varias semanas de asueto, así como de absentismo de mi propia ciudad natal, vuelvo por aquí con el fin de dejar por escrito algunas pinceladas y algunas consideraciones acerca de los Juegos Olímpicos que en estos últimos días, se vienen celebrando en la capital griega, Atenas.

En primer término, la grandielocuente denominación que algunos medios de comunicación emplean para referenciar a estos Juegos, calificándolos como los más olímpicos de la Historia por el simple hecho de que se celebren en Atenas, se me presente como una cursilería y una pedantería sonrojante. Me da dentera escuchar semejante payasada. Ningunos juegos son más olímpicos que otros por tener lugar en una ciudad u otra. ¿Acaso los Juegos de Barcelona fueron menos olímpicos que éstos de 2004? ¿Qué fueron pues? ¿Unos juegos de mesa, de salón o de cartas? ¿Y los de Atlanta, Melbourne, Sydney, Los Ángeles, Londres, París o Moscú? ¿Juegos de niños, tal vez?

Otro error, patinazo, pifia o inexactitud a la que se tiene acceso no menos de una docena de veces al día durante la disputa de los Juegos Olímpicos, es la denominación de los mismos. Decenas de personas en general y de participantes y periodistas en particular -éstos últimos con una mayor carga de responsabilidad a sus espaldas- se empeñan y se empecinan en designar a los Juegos Olímpicos con el nombre de Olimpiada u Olimpiadas. Y no es lo mismo, aunque la confusión de términos haya llegado a tal extremo que con estos dos últimos sustantivos, todo el mundo dé por hecho que se está hablando de los Juegos.

Para empezar, el término "Olimpiadas" es inexistente salvo como sustantivo plural y en segundo lugar, la Olimpiada u Olimpíada es un período o periodo de cuatro años que se extiende entre la finalización de unos Juegos Olímpicos y el inicio de los siguientes. Y así debería ser siempre, salvo en períodos o periodos de máxima convulsión política y militar, como fueron las dos guerras mundiales. Y por esa razón, actualmente se están disputando los XXV Juegos de la XXVIII Olimpiada de la Era Moderna. De hecho, los griegos antiguos, que a partir de 776 a.c. instituyeron estas celebraciones, llegaron a contabilizar el paso del tiempo en Olimpiadas.

Otra cosa que me irrita enormemente de los Juegos Olímpicos son los pronósticos que se establecen en relación a los favoritos de las distintas pruebas. Varios ejemplos para ilustrar el porqué de mi enfado. Si un australiano, pongamos Ian Thorpe, es favorito en seis pruebas de natación, más que posiblemente gane las seis. Como peor resultado, el tiburón se llevará cinco oros y una plata. Y en tal caso, el tío se irá a su casa maldiciendo en arameo porque no ha logrado la sexta, mientras se jura a sí mismo que en los siguientes Juegos, esa medalla de oro que no ha podido ganar ahora, no se le va a escapar ni con alas. Si en lugar de ser un australiano, es un americano el que se encuentra ante el desafío de saberse favorito en varias pruebas, los resultados y las sensaciones del atleta, una vez concluidas las competiciones en las que tome parte, serán básicamente las mismas que tuviera Thorpe.

Y podría seguir así, hablando de chinos saltarines, de rusos lanzadores, de ucranianos levantadores o de los equipos serbios, franceses, holandeses, alemanes, croatas o daneses de waterpolo, hockey, balonmano o esgrima. Da igual, si todos ellos son favoritos, responderán a las expectativas y se colgarán el oro. Casi seguro.

Sin embargo, ese peso, esa reponsabilidad de sentirse, saberse y verse favoritos que para los deportistas de otros países son un par de alas con las que batirse con más fuerza y entusiasmo, se convierten en pesados fardos cuando el privilegio recae sobre un español. A los Juegos Olímpicos llegamos siempre -al menos en las tres o cuatro últimas citas- con una montaña de Campeones y subcampeones de Europa y del Mundo, en pista cubierta o al aire libre, en equipos o en modalidad individual, pero cuando llegan las pruebas olímpicas, la mayor parte se encarga de pifiarla, de tener un mal día, de culpar a los árbitros, a los jueces o a los truenos de los dioses.

Y eso que el resultado que estos Juegos están arrojando para nuestra representación, parece razonablemente bueno, pues a la hora en la que escribo estas líneas, creo que ya sumamos 15 medallas y hasta el final de las competiciones, tal vez caiga otra media docenita. Pero aunque así fuera, aunque termináramos con 20 ó 21 medallas, el resultado para mí, sería insatisfactorio, pues -y en la pregunta que formulo a continuación se encuentra el nudo gordiano de nuestra comparecencia olímpica- ¿cuántas medallas que no esperábamos hemos ganado y cuántas que esperábamos hemos dejado de ganar?

Y una lanza a romper en favor de nuestros deportistas antes de acabar y después de tanta y tan despiadada diatriba. También es mala suerte que en el torneo de baloncesto, después de ganar todos los partidos de la primera fase y quedar primeros de grupo, nos vaya a tocar en el cruce de cuartos la selección de los Estados Unidos, que se dio un patético paseíto por la primera ronda que a punto estuvo de eliminarles de la competición, pero que en el partido clave para luchar por las medallas, se ha tenido que poner las pilas precisamente contra nosotros. A veces el deporte es tan injusto, que entran ganas de llorar y de gritar. El premio por ser los primeros de grupo, fue enfrentarnos al gigante adormecido.

Lucio Decumio.

03 agosto 2004

Mezquindades socialistas

La sucesión de indignidades que el Ejecutivo presidido por Zapatero viene perpetrando desde su llegada al poder, ha abierto en los últimos días dos nuevos y sangrantes capítulos. El primero de ellos, consiste en el envío de un pequeño destacamento de guardias civiles -creo- a la desvencijada República de Haití, con el fin de tratar de poner algo de orden tras los últimos altercados políticos y sociales que ha tenido que padecer, por enésima vez, ésta sí y con todo merecimiento, república bananera.

No critico la medida en sí misma, aunque sí que podría ser censurable desde un punto de vista demagógico, pues tras la vergonzante decisión de retirar a nuestras tropas de Irak, el envío de tropas a Haití, bien pudiera prestarse a una sencilla y rentable tergiversación de la realidad. Aunque para eso, servidor habría de ser un furibundo admirador de Rubalcaba, Pepiño Blanco y demás estofa. Por fortuna, no es el caso.

Regreso. La gravedad de la medida reside en el hecho de que la avanzada que enviamos a la vieja "La Española", va de la manita con unos cuantos gendarmes marroquíes, tras el acuerdo alcanzado por nuestro sonrojante Gobierno y la satrapía alauí. Eso sí, el mando del destacamento conjunto corresponde a España -solo faltaría que no fuera así- lo que vendrá a significar que los nuestros harán el trabajo sucio, mientras que los musulmanes se tirarán tranquilamente a la bartola, bajo alguna excusa de supuesta raíz religiosa o simplemente por hábito. Eso, si no nos pasa como en 1993, cuando, también bajo la luces de un gobierno socialista, enviamos tropas de pacificación a Bosnia y los marroquíes se nos instalaron en nuestros campamentos, para después, tras varios meses de vivir a expensas de nuestras tropas, terminar pagándoles la estancia porque Hassán II, se negaba a abonar las costas de su peculiar expedición a los Balcanes.

Nuestros gobiernos socialistas no aprenden. O son imbéciles o nos toman a los ciudadanos por tales. Están empeñados en mantener una relación de amistad, cordialidad, colaboración y normalidad con una dictadura que se caracteriza por: la reclamación insistente y abiertamente amenazadora, de territorios de incuestionable soberanía española; el insulto y el desprecio hacia nuestras costumbres occidentales; la provocación infundada y permanente, ya sea por vía política, social, económica, religiosa o militar; la financiación de las mafias de tráfico ilegal de personas que operan en el Estrecho; la desidia y la indolencia en la investigación de las conexiones terroristas marroquíes que desembocaron en el 11-M; y en último término, por el envío indiscriminado a través de patera -cual quintacolumnistas de Mahoma- de la peor caterva que sobra en sus presidios y en sus calles.

En su afán por deshacer todo lo llevado a cabo por los Gobiernos de José María Aznar, Zapatero es capaz de colaborar hasta límites que sobrepasan de largo la irresponsabilidad y la insensatez, con la policía y el Gobierno de un país subdesarrollado, taimado y malintencionado que no ha dejado de ponernos zancadillas en los últimos treinta años y que asombrosamente, siempre termina saliéndose con la suya -léase conflicto del Sáhara, por ejemplo-.

La segunda de las bajezas de las que hablaba, es casi tan hiriente como la anterior. Así como los Gobiernos del PP fueron víctimas durante años del falso complejo de inferioridad moral que les administró la izquierda política y mediática y que les llevó a errar lamentablemente en el control del flujo inmigratorio que llegaba especialmente desde los Andes, el PSOE insiste en sus propios anacronismos conceptuales y manteniendo una imperturbable y estremecedora fidelidad a la teoría izquierdista de que todo inmigrante es potencialmente bueno, insertable e integrable en nuestra sociedad, tiene ya la vista puesta en la derogación del Artículo 89 del Código Penal.

¿Que en qué consiste dicho artículo? Resumiendo, permite la expulsión -repatriación, si utilizamos el lenguaje políticamente correcto- a sus países de origen, de aquellos inmigrantes ilegales que hayan delinquido -algo, desafortunadamente, no tan infrecuente como se nos quiere hacer ver- y que por esos delitos, hayan sido condenados a menos de 6 años de reclusión.

Así, podríamos fácilmente imaginarnos la siguiente escena, que no estará tan alejada de la realidad si finalmente, se deroga el Artículo 89 del C.P.

Un inmigrante ilegal, colombiano de 32 años, por poner un ejemplo prototípico, es detenido por nuestra Policía acusado de narcotráfico, además de agresión y amenazas de muerte a su compañera sentimental -quien no se haya encontrado en los últimos tres o cuatro años con docenas de noticias iguales o similares a esta situación que expongo, que tire la primera piedra-. Digamos que en el plazo de tres meses, sale el juicio y a la joyita se la condena a pasar cuatro años a la sombra.

Teniendo en cuenta que el mantenimiento de un preso le cuesta a las arcas del Estado unos 24.000 euros anuales, el hecho de que esta perla estuviera encerrada en alguna de nuestras cárceles hasta 2008, supondría un gasto para nuestra Hacienda de casi 100.000 euros. Eso bajo la estimación de que nuestro diamante en bruto vaya a estar esos 48 meses tras las rejas, algo que obviamente, no es así por ley.

A partir de un determinado momento, que creo que coincide con el cumplimiento del 60 ó el 75% de la condena, el rubí podría beneficiarse de los permisos penitenciarios correspondientes. ¿Y quién nos dice que no lo aprovechará para volver a sus andanzas de malhechor? Las posibilidades, aunque queramos romper una lanza en favor de la reinserción, son, reconozcámoslo, escasas. Y si reincide al menos con la misma gravedad que en un primer término, serán por lo menos, otros 100.000 euros, otros cuatro años ocupando un lugar que no le corresponde, aunque sea uno tan desagradable como una celda y otros cuatro años masificando nuestras cárceles y convirtiéndolas en focos inagotables de problemas y conflictos.

¿Y la desmoralización de la Policía? ¿ Y el desánimo de los ciudadanos de bien? ¿Y el ejemplo para otros que llegados o por llegar de ése u otro país, supondría el caso de este colombiano ficticio y de tantos otros como él?. ¿Es que nuestros gobernantes están ciegos?

Basta ya de componendas y de absurdos e inútiles intentos de hacer comulgar a la realidad con falsas y falaces ideas de progresismo y humanitarismo. Repatriación de los ilegales aunque no hayan cometido delitos; estricto control político, penal y sanitario de los nuevos inmigrantes que con carácter legal, vayan llegando; y expulsión sin contemplaciones y en el plazo de 48 horas tras la celebración del juicio, de los ilegales o legales que hayan delinquido.

Estas medidas, que tan fascistas, xenófobas y retrógradas pudieran parecer, se aplicaron rigurosamente a los españoles que emigraron en los 50, los 60 y los 70, a Francia y Alemania, entre otros países europeos.

Lucio Decumio.