Con exclusivos y nada disimulados objetivos mercantiles, se ha convertido en una constante durante los últimos años el impúdico adelantamiento al mes de Noviembre, de la llegada de la Navidad. A mí cada vez me produce más vergüenza ajena y más hastío la procacidad y desfachatez de los grandes almacenes, en los que a día 18 de Noviembre ya puedes encontrarte lineales adornados con motivos navideños, hipertrofia de las áreas dedicadas a la juguetería, estanterías repletas de polvorones, mazapanes, turrones y demás dulces y en algunos casos extremos, hasta tipos paupérrimamente disfrazados de Papá Noël haciendo el canelo, mientras mil y un villancicos retumban desde la megafonía del local.
Que nadie me malinterprete. Yo no estoy haciendo una crítica de la Navidad y de todo lo que trae consigo, representa y significa. Si debo bucear en mis recuerdos para encontrar unas fechas en las que me haya sentido feliz y arropado en mi vida y de las que guarde imborrables y cariñosos recuerdos, obligadamente me topo con numerosas Fiestas Navideñas, en las que rodeado por mi familia, mis hermanos, mis tíos y mis primos, disfrutaba de miríadas de anécdotas, risas por doquier, afecto sincero y excelentes manjares.
Sin embargo, en un febril y diabólico empeño por invitarnos a consumir y a gastar durante cuarenta días al mismo ritmo que se hacía antaño durante menos de tres semanas, los grandes almacenes no han tenido empacho durante el último decenio en violentar, tomar al asalto y en última instancia, sacrificar en el altar de sus cuentas de resultados el cálido espíritu navideño, hasta convertir esta celebración en una aburrida y fastidiosa concatenación de artificiosas invitaciones a la alegría y de postizas proclamas de felicidad y buena voluntad.
Pero no sólo son culpables los grandes almacenes de este frontal ataque contra el ideal que debería presidir la Navidad. Todos nosotros también somos responsables de esta agitada e infernal vulneración de la que hablo, pues sin nuestro activo concurso consumista, los grandes almacenes se verían obligados a esperar hasta la segunda semana de Diciembre para bombardearnos con sus nada veladas incitaciones al despilfarro.
En último término, no puedo dejar de acusar al tiempo, implacable dueño y señor de nuestras vidas, del gélido enfriamiento experimentado por mi remoto apego a la Navidad, pues ya me faltan seres queridos con los que perfilar los lienzos del pasado, me sobran años y experiencias que entierran bajo su pesada losa, pequeñas, grandes e infinitas ilusiones y echo de menos mi confiada mirada infantil y el abrigo y el refugio de lo que se me aparecía como un hogar despreocupado y venturoso.
Para un servidor, la Navidad ya sólo es y será, un hermoso equipaje cargado de bellos recuerdos, nostalgia, añoranza y memorias y momentos inolvidables. Todos, incluido yo, la hemos matado.
Lucio Decumio.
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