09 noviembre 2003

La maldición de Carlos Sáinz

La prensa insiste en escribir el apellido de este ínclito deportista sin la correspondiente tilde sobre la "a". Es, a mi juicio, un grave error ortográfico. Hay un diptongo que deshacer y el único modo de hacerlo es mediante la correspondiente acentuación ortográfica. Además, el citado apellido es, lo queramos o no, una palabra llana, que al no finalizar en "n" o "s" ha de ir convenientemente tocada en la sílaba y letra que le corresponde. Al hilo de esta indicación avanzada sobre ortografía heráldica, señalar que otros dos apellidos similares, Sáez y Sanz, se escriben del modo en que acabo de hacerlo, para que no quepa ninguna duda.

Me apetecía iniciar esta intervención con una de las muchas y puntillosas puntualizaciones que suelo hacer ante cualquier error de índole ortográfica que se aparece ante mis ojos. Debo reconocer que soy un integrista de la corrección estética y formal de los textos escritos y que no me veo capaz de pasar una sola falta a nadie que la cometa. Llego a ser pedante y molesto en ese aspecto, pero las atribuciones de estricto guardián de los buenos usos del lenguaje escrito que yo mismo me he dispensado, me impiden obrar de otro modo.

Como el argumento del "post" de hoy va a ser corto, aunque conciso y directo, me he descolgado con estos párrafos de apertura que han desentumecido mis falanges y que me van a ayudar a meterme en harina, aunque bien podrían invitar a quien no me conociera, a pensar que soy una suerte de repelente y grimoso gafotas sabelotodo que por el mero hecho de llamar la atención, se pasa la vida enmendando la plana a la gente que vive a su alrededor. Pues bien, efectivamente, soy así.

Voy con el piloto madrileño de rallyes o rallies. Carlos Sáinz empezó a despuntar en el mundo del automovilismo a la tardía edad de 26 ó 27 años. Se pasó los primeros años de su tercera década de vida tratando de abrirse paso entre el complejo y difícil mundo de los rallyes, hasta que en 1989, creo recordar, obtuvo premio a sus esfuerzos en forma de algunos "podiums" en compañía del que luego sería su inseparable copiloto hasta 2003, Luis Moya. Su gran evolución como piloto y su enorme destreza al volante, llevaron a este españolito, entonces de 28 años, a alzarse con la victoria en su primer Campeonato Mundial de Rallyes en 1990. Pilotaba un Toyota Celica, vehículo que desde entonces se convirtió en auténtico fetiche automovilístico de quien esto escribe.


Desde aquel instante, se convirtió por derecho propio en uno de los máximos favoritos al titulo que cada año se disputa al mejor de las 16 carreras que tienen lugar en los cuatro confines del globo terráqueo. Repitió éxito en 1992, también a los mandos de un Toyota Celica, supongo que mejorado y perfeccionado respecto a la máquina con la que se entronó dos años antes.

Pero desde entonces, desde el año olímpico por excelencia, Carlos Sáinz, pese a que ha mantenido su extraordinario nivel y habilidad al volante de automóviles de otras escuderías que han contado con sus servicios durante las últimas 11 temporadas como Subaru, Lancia o Ford, ha visto como la gloria se le escapaba entre los dedos en no menos de 5 ó 6 ocasiones, alguna de ellas cargada de un trágico e injusto dramatismo. Quien más quien menos, sabe de lo que estoy hablando y recuerda frases célebres de Carlos o de su compañero Luis en los momentos más tensos de la última prueba del Mundial, el nefasto Rally del RAC de Gran Bretaña, lugar donde sus ilusiones y sus expectativas de triunfo se han desplomado repetidamente, año tras año, en el último decenio.

Tan infaustos y concatenados acontecimientos que ha tenido que soportar el piloto madrileño en este certamen británico no pueden obedecer exclusivamente a la mala suerte y al infortunio. Mi madre, que no es ni mucho menos sospechosa de ser persona crédula en asuntos relacionados con la adivinación, la brujería, la magia, los males de ojo y demás zarandajas, mantiene una teoría al respecto de esta sucesión de aciagos eventos que han jalonado la carrera de Sáinz, que podría parecer descabellada, aunque no mucho más que el propio e irracional cúmulo de desdichas de las que hace acopio el piloto español.

Creo que fue allá por 1994 cuando el padre de Carlos Sáinz se vio envuelto en un oscuro episodio callejero, cuyo resultado fue la muerte de un inmigrante subsahariano producida por un disparo realizado por Sáinz padre. Mi memoria me traiciona y también la hemeroteca virtual del diario El Mundo, que me invita a suscribirme y a pagar unos cuantos euros para poder acceder a esta y otras informaciones. Sin embargo, creo recordar que el padre del piloto iba paseando por Madrid con su esposa cuando el citado inmigrante intentó atracarles. En la huida de éste, el padre del Carlos realizó un disparo al aire que por lo visto, rebotó en alguna parte hasta dar en los huesos del infortunado africano. El hombre murió, al padre de Carlos se le enjuició y creo que salió absuelto, aunque el fiscal llegó a pedir prisión por imprudencia temeraria con resultado de muerte.

La versión oficial parece algo rocambolesca y tampoco voy a entrar en diseccionarla, casi diez años después de acaecido el suceso. Y voy a lo que iba. Mi madre dice que ése es el punto de inflexión, que desde aquel luctuoso y brumoso hecho, la mala suerte, en forma de alguna maldición o ritual de magia negra consumado en algún apartado lugar del África Negra, ha hecho presa de la carrera deportiva de Carlos Sáinz y que por mucho que lo intente, jamás llegará a alcanzar de nuevo la gloria.

Sobre que ésta sea la verdadera razón de la adversidad que ha perseguido a Sáinz desde hace diez años, no hay pruebas, ni las habrá, pero así como nadie cree en las meigas, me veo en la obligación de recordar que "haberlas, haylas".

Lucio Decumio.

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