Hoy habría cumplido 65 años. Habría abandonado a su hora la Secretaría que ocupaba en el Ayuntamiento de su pueblo natal desde hacía cuarenta años y dejando todo ordenado y colocado desde su más que exquisita pulcritud para que quien ocupara su puesto al día siguiente no se viera aplastado por una montaña de tareas inacabadas, hubiera cruzado con paso firme y recio, como miles de veces hizo previamente, la Plaza principal de El Arenal hasta llegar a su hogar, al otro lado de la misma.
Con el Consistorio Local a sus espaldas, a sabiendas de que no volvería sino para resolver pequeños asuntos personales, se le hubiera encogido el corazón, lo sé. Y la nostalgia y los recuerdos de miles y miles de horas entregadas a su amado Ayuntamiento y a los vecinos de su pequeña villa abulense, le habrían obligado a derramar alguna furtiva lágrima. Pero también sé que hubiera reflexionado y se habría dado cuenta, entre merecidas sonrisas de autocomplacencia, de que impulsado por su inviolable sentido del deber y su entrega en cuerpo y alma al quehacer diario, había ayudado noblemente durante décadas a cientos de vecinos, granjeándose con ello, su afecto y su respeto para siempre.
Pero la vida traiciona y la muerte más. Desde hace casi año y medio, su adusto y elegante perfil ya no recorta las calles adoquinadas y los edificios del pueblo que tantas veces lo vieron pasar a su lado; he oído que los caminos y las veredas que transitan y se abren paso por la Sierra de Gredos, el Valle del Tiétar, la Peñita, la Cabrilla, la Jesa o el Herragú, aún no entienden porqué no ha vuelto a surcarles con su solemne caminar, apoyado en el viejo cayado de su padre; miles de nogales, cerezos, pinos y castaños murmullan al atardecer y se miran entre sí extrañados, mientras hacen mil cábalas sobre su prolongada ausencia; sé que la lluvia que no cesa entre Noviembre y Febrero, golpea febrilmente las ventanas de su viejo hogar en un estéril esfuerzo por llamar su atención y despertar su ira por no poder pasear entre sus convecinos; me consta que algunos lugareños han estado a punto de verle aparecer en el horizonte mientras se hacía llegar hasta El Hornillo o cuando volvía de él.
Desde hace casi año y medio, cada vez que voy a mi pueblo, el vacío que dejó su ausencia se llena de vívidos recuerdos y vivas anécdotas; de añejas visiones y antiguas imágenes; de sensaciones, en definitiva, que me evocan un pasado gozoso que abrió paso, sin darme cuenta, a un presente vacilante y a un futuro incierto.
Desde hace casi año y medio, faltan su energía, su ímpetu, su sabiduría y su afecto. No arriesgo nada al afirmar que aún le echamos y le echaremos de menos durante largos lustros, toda su familia y todos sus amigos.
Desde hace casi año y medio me percaté definitivamente de que la vida es, en muchas ocasiones, alevosa, taimada y desleal con aquellos que tan bien la trataron mientras pisaron y pasaron por este mundo. Porque nadie merece consumirse como se consumió. Nadie merece padecer como padeció. Nadie merece los tormentos y los suplicios que le azotaron en sus últimas semanas. Y menos él. Sin previo aviso, esa absurda y mortífera guerra civil que desata nuestro organismo contra sí mismo, le hizo deslizarse entre los dedos de todos los que fuimos su familia en cuestión de semanas, sin que nada pudiéramos hacer por evitarlo. No hubo conmiseración ni compasión, sólo crudeza y dolor, mucho dolor.
Este "post" está dedicado a la imborrable memoria de mi tío Jesús, fallecido a los 63 años de edad el 9 de Mayo de 2002.
Lucio Decumio.
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