16 octubre 2003

25 años de Pontificado

Hoy se cumplen 25 años desde que Karol Wojtyla fuera elegido Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Aún recuerdo, vagamente eso sí, aquellos tumultuosos días que agitaron los cimientos del pequeño estado católico durante las últimas semanas del verano y las primeras del otoño de 1978. A principios del mes de septiembre de aquel año, falleció Pablo VI a quien le sucedió en el sillón de San Pedro, Albino Luciani, más conocido como Juan Pablo I y más conocido incluso como el Papa Sonriente, el Papa Amable o para algunos algo más ácidos e irreverentes, el Papa Breve. Breve porque su pontificado duró apenas cuatro semanas.

Su repentina muerte, aún salpicada por claroscuros que no han terminado de despejarse con el paso de los años, implicó un golpe muy duro para la Iglesia Católica y puso en alerta máxima a todas las cancillerías del planeta en previsión de consecuencias nada halagüeñas para la estabilidad mundial. Sin embargo, el 16 de Octubre de 1978, apenas un par de días después del fallecimiento de Juan Pablo I, el cónclave cardenalicio -creo que se le denomina así- reunido de nuevo con el fin de elegir sucesor, nombraba a Karol Wojtyla como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Su nombramiento ya revolucionó ideas, nociones y juicios que sobre la Iglesia Católica, se tenían como inmutables. Era el primer Papa de origen eslavo y el primero no italiano desde hacía más de cuatro siglos. Casi nada. Sin embargo, la revolución no se quedó ahí. Desde aquellas lejanas fechas, el mundo ha cambiado tanto que a cualquier observador de la época que hubiera realizado un salto en el tiempo hasta 2003, le costaría un imperio reconocerlo en sus actuales estructuras políticas, sociales, económicas y cómo no, religiosas.

Y en muchos de esos cambios que el mundo y la Humanidad han experimentado desde 1978, se percibe con notoriedad la intervención del Papa polaco. Muchos errores pueden achacársele a la Iglesia a lo largo de su dilatada historia y no pocos pueden imputársele desde que Wojtyla ocupa la silla de San Pedro. Pero desde el modesto punto de vista de un redactor católico, bastante apartado de las liturgias, los ritos y los ceremoniales de su propia confesión religiosa, la labor desempeñada por este Papa, ya crepuscular, ofrece un balance netamente positivo.

No quiero obviar los numerosos anacronismos de que siguen haciendo gala tanto la jerarquía eclesiástica como el propio Pontífice, especialmente todos aquellos referidos al sexo, pues desde la Iglesia Católica se sigue entendiendo su práctica como un mero acto reproductivo que no puede sentirse ni extenderse más allá de esa finalidad. Asimismo, doctrinas o posiciones en torno a distintos supuestos relacionados con el aborto, el sida o el uso de métodos anticonceptivos, defendidas con especial énfasis en las zonas menos favorecidas del planeta, han hecho, a mi juicio, más daño que otra cosa.

Pero lo que ha de resultarle indisputable a este hombre al que la vida retuerce dolorosamente en una silla hasta convertirle en un inválido, pero al que su voluntad de hierro y su sentido del deber le yerguen y engallan, es su compromiso con sus ideas y sus ideales.

Ideas e ideales que le han llevado a dar la vuelta al mundo más veces que algún transbordador espacial y para cuya expansión por el globo, se ha valido en exclusiva de la fuerza de una voz cada vez más apagada y de su autoridad filosófica, religiosa y moral.

Porque nadie puede negarle su inquebrantable compromiso con los derechos humanos, el respeto a la dignidad de las personas y a la libertad religiosa y política de las mismas, así como su obcecada apuesta por la paz, la concordia y el diálogo entre los pueblos, las naciones y las religiones; nadie puede discutirle su formidable labor literaria en forma de encíclicas y cartas; nadie puede reprocharle sus contínuas, repetidas y humildes peticiones de absolución de la propia Iglesia por las tropelías cometidas en el pasado; nadie puede contrastarle su robusto y hercúleo empeño en el derrocamiento de algunos de los regímenes más abyectos que ha conocido la Humanidad; y nadie puede rebatirle haber llevado a cabo una labor pastoral y evangélica más propia de un cíclope que de un humano.

Nadie debería poder, en definitiva, darle a los errores cometidos por Wojtyla y su Iglesia el valor y el peso del plomo en la balanza y a los aciertos logrados, la pobre estimación de la broza y la hojarasca. No sería justo, ni honesto.

Puede que no sea políticamente correcto alabar la figura y la labor de un Pontífice de la Iglesia Romana, pero yo lo hago sin tapujos.

Lucio Decumio.

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