Me gusta el fútbol. Siempre me ha gustado y supongo que siempre me gustará, como juego y como deporte. Sin embargo, cuando muchos de los miserables que lo dirigen y lo presiden lo utilizan como arma arrojadiza contra algún pretendido rival administrativo, territorial o político, ya me gusta menos. Cuando se enarbolan banderas que buscan la desunión y el enfrentamiento entre comunidades o regiones, me gusta mucho menos. Cuando sirve de válvula de escape a las frustraciones acumuladas de algunos retrasados que acuden a los estadios envueltos en parafernalias y símbolos anticonstitucionales, empiezo a aborrecerlo. Y cuando, algunos mandamases buscan justificarse en sus sillones y tratan de politiquear a costa de los sentimientos y de las filias de los aficionados que siguen a los equipos de sus amores, entonces y sólo entonces, detesto este deporte y lo que le rodea.
Una de las cosas que desde el modesto prisma que me sirve para ver la realidad que me rodea, más ha contribuido al enfrentamiento y al enconamiento entre las aficiones de algunos equipos antes hermanados y armonizados, es la utilización masiva e indiscriminada por parte de los dirigentes de los equipos teóricamente perjudicados en un partido de fútbol, de los mil ángulos que recogen las grabaciones tomadas de ese encuentro por las cámaras de televisión.
Desde que existe este deporte, las marrullerías, los fingimientos, los disimulos y las tretas que han llevado a cabo los futbolistas durante un encuentro, han sido moneda común y aceptada por los mismos. El objetivo, tratar de desconcentrar a tu rival para obtener el máximo provecho. Es una regla no escrita del fútbol. Cientos de veces hemos escuchado decir a los jugadores que un partido dura 90 minutos, para lo bueno y para lo malo y que una vez finalizado, todos tan amigos. Eso quiere decir, traducido al lenguaje de aquellos que hayan jugado o participado de este pasatiempo poco o nada, que los codazos, los insultos, los empujones, las patadas, los salivazos y los agarrones siempre han existido, existen y existirán, pero que han de quedar circunscritos a esos noventa minutos.
Aunque las cámaras de televisión demuestren posteriormente lo contrario, lo que sucede en un partido es lo que el acta redactada y firmada por el árbitro registra. Y punto. Y eso que no me estoy deteniendo en versar la cantidad de errores arbitrales que se producen a lo largo de un encuentro, pues en caso contrario no pararía de escribir hasta que me sangraran las yemas de los dedos. El árbitro es un humano y como tal, se equivoca, pese a que haya ocasiones -las menos- en que sus decisiones a la hora de enjuiciar los hechos que suceden en un partido de fútbol se vean condicionadas por aspectos que no estén directamente relacionados con las reglas del juego.
Sin embargo, desde hace unos años, los presidentes de los clubes han encontrado un filón en las imágenes que graban las doscientas cámaras de televisión que se sitúan en los recodos más insospechados de un estadio y que captan cualquier gesto, movimiento y palabra realizado o pronunciada por un jugador, así como las mil pifias o confusiones cometidas por el árbitro. Buscan al escudarse indiscriminadamente en estas tomas, una justificación a las derrotas o a su pésima gestión al frente de los equipos, sin darse cuenta –o si se la dan, no les importa- de que esa utilización torticera de las imágenes genera un profundo malestar tanto en quienes teóricamente han padecido de las artimañas de los rivales y de los errores arbitrales, como en los rivales mismos y en los propios jueces.
Cuando el equipo cuyo delantero propinó un codazo a un defensa del equipo local, vuelve al estadio de éste para disputar otro encuentro, la recepción que se le tributa a ese club y a ese jugador, se encuentra en las antípodas de lo que se podría calificar como cálida bienvenida. Y si es el árbitro que “escamoteó” un penalti o que expulsó al niño bonito del equipo local el que vuelve al estadio de sus desaciertos, apaga y vámonos. De ahí en adelante, las cosas sólo van a peor.
Esta paranoica utilización de hasta la más mínima instantánea grabada en un partido de fútbol está convirtiendo a este deporte en una maloliente fosa de acusaciones y de declaraciones cruzadas entre dirigentes, entrenadores y ocasionalmente jugadores, que termina revirtiendo dramáticamente en el comportamiento de algunos espectadores que como digo, rebozados en su propio retraso mental y en su inmundicia intelectual, son incapaces de discernir entre el bien y el mal cuando se ven amparados y cobijados por el anonimato que les confiere la muchedumbre, llegando a verse capaces de cometer cualquier barbaridad.
Las imágenes grabadas de un partido de fútbol no pueden servir, al igual que no sirven para alterar un resultado final, para modificar el transcurso posterior de la competición sancionando a equipos o jugadores al respecto de acciones cometidas durante el encuentro y que no han sido recogidas en el acta arbitral. Por mucho que sangre la nariz de un jugador tras la agresión de un futbolista contrario, aquél no debería padecer castigo alguno si el árbitro de la contienda no se ha apercibido del hecho. Del único modo correcto en que podrían usarse las imágenes de un partido sería durante el desarrollo del mismo, para sancionar o enmendar sobre la marcha, nunca a posteriori.
Tal vez el problema se encuentre ahí, en que un señor de negro cuya media de edad es 10 ó 15 años superior a los jugadores que debe controlar, se tenga que valer en exclusiva de su vista y un físico notoriamente inferior para gobernar el buen devenir de las acciones de 22 tipos que corren como demonios y que se las saben todas.
Yo digo una cosa. Si en el baloncesto hay tres árbitros para diez jugadores, si en el tenis hay un juez de silla y seis u ocho jueces de línea para dos contendientes, ¿por qué razón en el fútbol sólo hay un árbitro y dos jueces de línea cuando la valoración de tantas y tantas acciones en un mismo encuentro depende de la decisión que se tome en milésimas de segundo y que muchas veces el ojo humano es incapaz de captar?
Resumiendo; o se ponen más árbitros y se les intercomunica para hacer más efectiva su labor o al cuarto árbitro le dan un monitor y una consola de vídeo para enjuiciar el desarrollo de las jugadas más conflictivas sobre la marcha.
Lucio Decumio.
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