31 julio 2003

Estados Insólitos de América

Hoy quiero comentar una noticia que nos llega desde el otro lado del Atlántico y que me ha dejado boquiabierto, pasmado, estupefacto. Está claro que lo que no ocurra allí, no pasa en ninguna otra parte. Un instituto de Nueva York -el Harvey Milk School- abrirá sus puertas en el mes de Septiembre con el fin de convertirse en un centro de enseñanza en el que sólo se puedan matricular jóvenes cuyas tendencias sexuales se dirijan a humanos de su mismo género. Asimismo, también podrán estudiar en esas aulas, tanto transexuales, como bisexuales y adolescentes con serias dudas sobre sus inclinaciones a la hora de aparearse.

En la incomprensión, el vacío, los reproches, los insultos y los malos tratos de que son objeto estos jóvenes en los institutos de Nueva York, se escudan el alcalde de la ciudad, Michael Bloomberg y otros políticos estadounidenses para defender la puesta en marcha de esta escuela. Sin embargo, hay otros sectores sociales y políticos de Norteamérica que han mostrado su oposición a la ejecución del proyecto al considerar que se trata de un descabellado plan de ingeniería social que sólo conseguirá la reclusión en ghettos académicos de aquéllos cuya elección sexual no encaja con las tendencias mayoritarias.

Particularmente, mi opinión se acerca más a la de los segundos que a la de los primeros. Y me explicaré, antes de que alguien me llame homófobo, retrógrado, fascista o alguna otra perla por el estilo.

Durante los últimos años -diez, veinte tal vez- grupos sociales, políticos y de opinión han tratado de hacer ver a las gentes de bien de los países más desarrollados -entre los que vuelvo a contar a España- que la homosexualidad, la bisexualidad, el lesbianismo o el transexualismo son actitudes y determinaciones libremente adoptadas por las personas en el uso pleno de sus capacidades racionales y estimativas, que han de inscribirse exclusivamente en la esfera íntima de aquéllas y que no deben afectar de modo negativo a la parcela pública, profesional o social en la que se desenvuelven.

Nos han repetido hasta la saciedad que no son enfermedades contagiosas, ni desviaciones fisio-mentales y que quienes manifiestan estas preferencias, no son ni deben ser tratados como apestados. Merecen pues estas personas que optan por disfrutar de los placeres del sexo con otras de su mismo género, el respeto, la comprensión y la máxima consideración de quienes se decantan por prácticas sexuales menos exóticas.

Y yo comparto la mayor parte de las ideas y los argumentos de aquellos que, con toda la buena fe del mundo, iniciaron, prosiguieron y hoy hasta casi han culminado, una penosa y ardua labor encaminada a que se reconocieran y aceptaran por toda la sociedad, la igualdad de derechos y libertades de esas gentes.

Y ahora, después de toda es ímproba tarea dirigida a que los heterosexuales sólo viéramos en los homosexuales a unos seres humanos iguales a nosotros en cualquier aspecto, faceta o función, los propios gays deciden dar el pistoletazo de salida hacia su propia reclusión académica -y posiblemente social- al forzar y aplaudir la creación de un centro de enseñanza en el que sólo podrán matricularse ellos. Y no me he equivocado cuando he escrito el verbo "aplaudir" porque, o mucho se habían manipulado sus declaraciones en televisión, o las palabras que pronunciaban dos futuros alumnos del instituto neoyorquino de marras, se ceñían al argumento de que allí, ellos estarían mucho mejor que mezclados con los heterosexuales. ¿En qué sentido estarían mejor? -me pregunto yo-.

A mí todo esto me parece inaudito. Se pasan la vida desgañitándose en busca de un reconocimiento, un respeto y una consideración de la que carecían hace no mucho tiempo, para que al final, sean ellos mismos quienes decidan dar la espalda al mundo en el que quisieron integrarse. El hecho de que en los institutos públicos o privados de Nueva York, o de cualquier otra ciudad del mundo civilizado, los homosexuales sean objeto de puntuales escarnios o mofas, no justifica una medida de carácter tan desestructurador como la que los gays quieren poner en marcha en la ciudad de los rascacielos.

No contentos con ello, quieren que cunda el ejemplo en más urbes. Yo era gordito y patoso cuando era pequeño. Y muchos niños se desternillaban cuando la maestra o el maestro pasaba lista y mencionaba mi apellido en voz alta. También había niños con gafas, bajitos, gangosos o tartamudos que se convertían sistemáticamente en la diana de los grupos de abusones y macarras -que siempre ha habido y habrá, desgraciadamente- que por el colegio de mi infancia pululaban.

Además, con el salpicón de razas que podemos contemplar hoy en día en cualquier aula española, es de suponer que la presión contra los diferentes se vea acentuada. Y no por ello se crearon, ni se crearán escuelas especiales para bolas de sebo, patosos, gafotas, cuatro ojos, gangosos, microbios, tartamudos, moros, chinos, negros y demás infantes estigmatizados por los matones de turno. Todos terminamos saliendo adelante, salvo el protagonista de alguna película de terror de serie B americana -Viernes 13, Parte MCMLVII, "La resurrección enajenada de Jason", por poner un ejemplo- donde el enmascarado adolescente de turno se toma cumplida y sangrienta venganza en un apartado cámping de Idaho, contra los compañeros que le bajaron los pantalones en la fiesta del baile de fin de curso delante de la chica que le gustaba.

Pero al parecer, los gays no pueden soportar ser centro de las burlas de los compañeros de instituto o de colegio. Lo pasan fatal, los pobres angelitos. Mientras, los políticos oportunistas evitan poner freno a ideas irracionales como la que nos ocupa, pues la crítica o la oposición a las iniciativas de este grupo social es políticamente demasiado incorrecta como para asumir sus costes. Mejor callarse o en su defecto, apoyar cualquier proyecto que lleven a cabo, por desquiciado o disparatado que sea.

Yo sólo digo una cosa. Aunque personalmente, me da igual lo que hagan con sus vidas, me veo en la obligación de apuntar que si alguien quiere ser respetado, tiene que hacerse respetar, habiendo de tener su origen ese respeto en el que se ha de tener por uno mismo. Si no, apaga y vámonos. Eso sí, a partir de ahora, que no me exijan que les considere iguales a mí, pues ellos son los primeros que no quieren tenerse por tal.

Y lo que nos queda por ver.

Lucio Decumio.

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