29 julio 2003

Jaime Larrínaga, párroco de Maruri, Vizcaya

En último término, la insidia y la iniquidad han podido con él. Al fin y al cabo, sólo es un ser humano como cualquier otro -como usted o como yo, querido lector, pese a su condición sacerdotal-, en el que han terminado por anidar los mismos sentimientos de frustración, rabia, impotencia, miedo y desencanto que se asentaron anteriormente en el corazón de otros 200.000 decentes y trabajadores ciudadanos vascos.

Hoy hemos asistido a la penúltima rendición del penúltimo héroe que resistía erguido en su dignidad y sus principios, contra el entorno más hostil a la libertad que existe en toda Europa. Jaime Larrínaga, párroco de Maruri, una pequeña localidad vizcaína, ha dicho basta. El sanedrín peneuvista puede darse por plenamente satisfecho al haber logrado los objetivos que se había planteado hace un año. A través del Ayuntamiento de Maruri, gobernado por munícipes del PNV, Sabin Etxea puso en el punto de mira de ETA a un cura que había considerado su deber cristiano, manifestarse contra las sórdidas tesis sobre nacionalismo y terrorismo defendidas por la jerarquía eclesiástica vasca, encabezada por una fosa séptica llamada José María Setién.

La sucia campaña desatada por el Consistorio, que como digo, estaba plena y conscientemente dirigida desde más arriba, tenía como fin el aislamiento, el enmudecimiento y en último término, la expulsión de este sacerdote de la localidad en la que había desempeñado su tarea religiosa durante 34 años. La táctica empleada por esas víboras fue tan antigua como rastrera, vil y chusca, residiendo en la distribución, mediante buzoneo a todos los vecinos del pueblo, de pasquines en los que denunciaba la presunta connivencia de Larrínaga con el franquismo. Ofende e insulta, que algo queda, es una costumbre muy española, que se destila normalmente desde la atávica envidia de que hacemos gala. Pero es que este tipo de actitudes llevan en el País Vasco a lo que todos sabemos. A mí pueden llamarme franquista, por ejemplo, en mi entorno laboral en Madrid. Me harán el vacío, me mirarán con caras agrias - ahora esto se llama mobbing, creo- terminaré hablando con las paredes y me marcharé, harto de tanta falta de armonía. Pero nadie me matará, ni tan siquiera amenazará con hacerlo. En el País Vasco, eso no sólo es una posibilidad, sino casi una certeza. Y en el PNV lo sabían cuando iniciaron esta ultrajante campaña contra el valiente párroco.

Por lo tanto, me atrevo a asegurar que la mayor aflicción y desventura de este cura, no es la de tener que abandonar la parroquia y los feligreses a los que ha estado consagrada durante los últimos 34 años su labor pastoral. No, no es ese su mayor pesar. Como tampoco lo es el de las 200.000 personas que le precedieron en el doloroso y cruel exilio que se vieron obligados a emprender.

El tormento que mortifica el espíritu de este guerrero de la paz y de la concordia, y el de sus 200.000 predecesores en el destierro, es saber que el camino del éxodo les fue señalado por la asechanza de unos gobernantes regionales que les marcaron con el estigma de no ser nacionalistas y por la indiferencia, el desdén y la esquivez de los vecinos que sí que comulgaban con el abyecto ideario de la exclusión y la violencia.

El resto de los españoles no nos damos cuenta. Vivimos en una permanente normalidad, únicamente alterada por determinados sucesos que nos impactan más o menos, pero nuestra vida discurre por cauces relativamente normales. En el País Vasco no. Lo que en el resto de España se da por usual y natural, como puede ser la simple contraposición de puntos de vista entre amigos o familiares sobre la política municipal, regional o nacional, en aquella Comunidad Autónoma es excepción. Si no eres un nacionalista declarado, la opción de exponer pública y libremente tus ideas políticas se convierte en un acto tan heroico como imprudente, pues un Gran Hermano Nacionalista lo controla todo, lo sabe todo, lo filtra todo. Y cualquier elemento que no pasa por el colador, ha de ser expulsado, o en su defecto, eliminado.

Y lo peor de todo es que esa permanente situación de excepción se haya terminado instalando en el subconsciente de buena parte de la población vasca como la noción de normalidad que debe imperar en aquellas tierras. Ése y no otro ha sido el máximo y mayor triunfo del nacionalismo vasco, en su doble y convergente vertiente; que la vesania, la sinrazón, la amenaza, la agresión, el dislate, la irracionalidad, el racismo y la humillación, sean las aterradoras compañeras de viaje de todos aquellos que por unas razones o por otras, deciden oponerse pacíficamente a las tesis oficiales y plantarse y decir basta a semejante estado de cosas.

Jaime Larrínaga es un valiente y un héroe, pese a que se vea en el angustioso trance de tener que tirar la toalla. Y los que tuvieron que exiliarse con anterioridad, lo son tanto como él. Vaya desde aquí, desde esta humilde página, mi homenaje y reconocimiento a todos ellos, pues dieron cuanto pudieron por la causa de la libertad y la justicia en una tierra emponzoñada por delirantes y enfebrecidas pesadillas sabinianas y ensangrentada por los más acérrimos esbirros de la paranoia.

Lucio Decumio.

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