La situación en Iraq se complica a diario. Y no sólo en el escenario físico del conflicto. En Downing Street, en la Casa Blanca y en menor medida en los alrededores del Palacio de la Moncloa, empieza a calentarse hasta límites insostenibles la patata de la no detección de las armas de destrucción masiva presuntamente almacenadas por el régimen de Sadam Hussein con el ánimo de agredir a sus vecinos y a otros países del arco democrático mundial.
Iremos por partes. Todos los días, desde hace varias semanas, se viene registrando en Iraq, un incesante goteo de bajas entre las tropas de la coalición, producido por las cada vez más graves y coordinadas acciones de guerrilla que los iraquíes leales a Sadam perpetran contra las filas aliadas. A día de hoy, son ya casi 100 soldados los que han perdido la vida desde que se dio por finalizado el conflicto. Este es el dato estadístico, frío, trágico y sangriento que deben afrontar desde los gobiernos británico y americano.
Sin embargo, estas vidas, junto con las que se perdieron durante el desarrollo de las hostilidades propiamente dichas, podrían haber sido asumibles y hasta aceptables para la opinión pública de ambos países, en el caso de que las tropas hubieran dado con el paradero de alguno de los arsenales de armas de destrucción masiva que, en principio, guardaba a buen recaudo el déspota iraquí y que tan amenazantes resultaban para el mundo civilizado. Se habría pagado un alto precio con las vidas de jóvenes soldados de ambos países, pero se hubieran dado por bien y heróicamente empleadas al haber conseguido los objetivos por los que se empeñaron. Recordemos que dicho armamento y su tan cacareado almacenamiento y escamoteamiento a la supervisión de los inspectores de armas de Naciones Unidas encabezados por Hans Blix, fueron el detonante, excusa o argumento esgrimido por los dos dirigentes anglosajones, secundados por Aznar, para dar comienzo en el mes de Marzo, a las operaciones militares en territorio iraquí.
Pero no, a casi tres meses vista de que los cañones dejaran de sonar, las bombas dejaran de caer, y los fusiles dejaran de escupir fuego, ni los británicos ni los norteamericanos han dado con la ubicación de nada que se le pueda parecer a un arsenal de obuses cargados con gas VX, fábricas de gas sarín, laboratorios de virus mortales, o plantas procesadoras de combustible nuclear. La opinión pública de ambos países comienza a galvanizarse, movilizada por los datos cada día más abrumadores que vuelca la prensa, a la vez que se pregunta reiteradamente sobre cuáles fueron las causas últimas que llevaron a sus dirigentes a empecinarse en ir a una guerra, rechazada ampliamente en todo el mundo y que determinó una fractura muy profunda en las relaciones con sus tradicionales aliados.
En este estado de cosas, sorprenden, y mucho, las recientes declaraciones del, para mí, siniestro secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, que ha llegado a reconocer que la intervención en Iraq se produjo de un modo precipitado, sin que se hubieran contrastado definitivamente todas las pruebas que apuntaban a la existencia de ingentes cantidades de armas de destrucción masiva en la antigua Mesopotamia. Mientras, a Bush Jr. no se le ha caído la cara de vergüenza al afirmar que la CIA le facilitó pruebas falsas sobre la existencia de los arsenales y que con ellas acudió a las instancias legislativas de su país a recabar el apoyo de los padres de la patria americana, a sus tesis belicistas. Lo más sorprendente de todo es que lo dicen sin ningún rubor y sin el menor atisbo de que se vayan a producir dimisiones o ceses entre los responsables del desaguisado. Tal vez en Gran Bretaña, si las cosas continúan por los mismos derroteros o empeoran, Blair tenga la decencia de dimitir. Pero no tengo la sensación de que algo así pueda suceder en los Estados Unidos. Sólo si terminan desmostrándose todas las contradicciones del Gobierno Bush y la prensa local logra sacudirse el barniz ultrapatriótico con el que se tiznó tras el 11-S y presiona hasta la asfixia política a sus dirigentes, podrá darse el caso.
Pese a mis críticas y diatribas contra la contradictoria actitud anglo-norteamericana, me sigo sintiendo partidario de la intervención que en su día se realizó, pero por motivos bien distintos a los argüidos para llevarla a cabo. Vuelvo a incidir en que el epicentro de las razones esgrimidas por Bush, Powell, Rumsfeld, Chenney, Blair y Aznar se encontraba en la incontestable existencia de funestos tarazanales de armas que Sadam estaba en predisposición de utilizar para afianzarse internamente y embestir externamente. Sin embargo, si se hubiera hecho más hincapié en asuntos como la constante burla de Sadam a las resoluciones de Naciones Unidas conminándole a verificar su desarme, y sobre todo, en las tropelías y masacres cometidas contra sus rivales políticos, étnicos o religiosos dentro de sus propias fronteras, es posible que se hubiera logrado un consenso entre las potencias mundiales sobre la necesidad de una injerencia humanitaria en Iraq. Porque arsenales, bombas, espoletas, gases venenosos o corona virus, se han encontrado pocos, pero el número de personas que se han hallado en fosas comunes, asciende a más de 300.000, en lo que sólo parece la punta de un siniestro y nauseabundo iceberg.
Estoy convencido de que las autoridades y los servicios secretos británicos y norteamericanos conocían tanto la inexistencia o inoperatividad de los arsenales, como la pavorosa realidad de la fosas comunes, pero decidieron que el mejor modo de involucrar a sus países y sus opiniones públicas en el conflicto era amedrentarlos con lo que les podría llegar a hacer "el hombre del saco" en lugar de informarles convenientemente en torno a las atrocidades ya consumadas por el tirano.
Espero que paguen por su falta de valentía.
Lucio Decumio.
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