15 julio 2003

Beloki y las mezquitas

Como mis lectores son extremadamente inteligentes, supongo que intuyen cuáles van a ser los temas a tratar en el día de hoy.

Mi intención primigenia era dedicarme en cuerpo y alma al análisis de la inauguración de la mezquita más grande de Europa, que se ha abierto recientemente al acceso de los fieles musulmanes en Granada. Pero la actualidad manda y tras el dramático aterrizaje de Joseba Beloki contra el asfalto de una repugnante y tenebrosa carretera de un puerto de montaña francés, haré un breve inciso al respecto. Me han conmovido los alaridos de dolor proferidos por el líder del equipo ONCE al saberse fuera del Tour de Francia. Desgarrados gritos en los que cualquiera puede haber perfilado una doble vertiente. La que descendía por los valles de un intensísimo dolor físico, en forma de fractura de cúbito, radio y fémur diestros, y la peor, que se desplomaba por el acantilado del tormento psicológico que supone verse privado de prolongar una brillante participación en la ronda francesa. Beloki, además, estaba confiriendo a la carrera, una emoción y un interés de la que estaba exenta desde que Lance Armstrong inició su particular dictadura deportiva sobre el resto de corredores del pelotón, hace ya cuatro años. El norteamericano, como gran deportista que es y pese a verse notablemente favorecido por la desgraciada caída del guipuzcoano, habrá sentido profundamente la suerte de su rival.

Y ahora las mezquitas, espinoso asunto al que es muy complicado dar un enfoque objetivo.

Empezaré por mí. Desde mi bautismo, pertenezco a la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. No soy practicante, lo reconozco, pero interiormente rezo en muchas ocasiones cuando me veo en la necesidad de hacerlo por algo, por alguien o simplemente, por sentirme mejor conmigo mismo. Desde pequeñito, estudié en un colegio público en el que la enseñanza de la Religión era de carácter obligatorio. Discurrían los últimos años 70 y los primeros 80 y en medio de aquella transición política que debía operar un profundo cambio en toda la sociedad española, las clases de Religión siempre fueron de una tolerancia y un buen gusto exquisitos. No hubo curas que intentaran adoctrinarme en un integrismo católico que ya por entonces, estaba fuera de lugar, sino simples profesores de enseñanza primaria tan laicos como cualquier otro, que se encargaron de desentrañarnos, en la medida de lo posible, las enseñanzas que venían contenidas en el Catecismo, los Mandamientos, y las distintas oraciones. Todo ello, desde una óptica respetuosísima hacia otras creencias. Jamás escuché a ningún docente proferir insultos o palabras de menosprecio hacia otras confesiones.

Lógicamente, en aquellos tiempos, las aulas no estaban salpicadas por los distintos pigmentos de infantes procedentes de los más recónditos lugares del globo, pero recuerdo que en mi clase había una chica de religión protestante. Todavía entonces, se rezaba al inicio de algunas clases, en voz alta y en pie, pero ella, muy respetuosa, quedaba al margen. Se llamaba Anna Stunt Puyoles y era una chica extremadamente inteligente que no tuvo jamás ningún problema de integración con el resto, a pesar de que los matices de su confesión religiosa podrían haberla convertido en una suerte de apestada, fundamentalmente por mor de la crueldad infantil y no en virtud de otras cuestiones.

Pasados los años, España es definitivamente un Estado aconfesional y laico, en el que existe una libertad de culto absoluta y en el que cualquier credo o religión tiene su cabida sin menoscabo alguno de los derechos de aquellos que deciden libremente practicarla. En este ámbito se circunscribe, lógicamente, la religión islámica. Y en este mismo marco de absoluta normalidad en el respeto de los derechos de quienes llevan a la práctica liturgias religiosas diferentes a la de la mayoría de los españoles, se inscribe la inauguración de la, ya celebérrima, mezquita de Granada.

Pero creo sinceramente que detrás hay algo más. No puede ser sólo una casualidad que la mezquita más grande de toda Europa, haya sido construida en Granada, en las mismas narices del último reducto que les quedaba a los musulmanes después de su aventura expansionista por el Occidente medieval, y que rindieron a los Reyes Católicos en Enero de 1492. Me estoy refieriendo a la Alhambra. Es sintomático que los musulmanes españoles, financiados convenientemente por los gobernantes más integristas, dogmáticos y tiránicos del mundo árabe, hayan elegido la ciudad de Granada como emplazamiento de la mezquita de marras. No me gusta nada este simbolismo y así debo exponerlo.

Pero ya al margen de sospechas -que el tiempo confirmará o desmentirá- y entrando de lleno en el campo del insulto y de la desfachatez más intolerable, se encuentran varios fragmentos de los discursos pronunciados en la inauguración del templo por alguno de esos gobernantes que citaba anteriormente. He leído las palabras del Sultán de Sharjah, uno de los siete emiratos que conforman uno de los estados más despóticos y feudales que conoce la Tierra del Siglo XXI, los Emiratos Árabes Unidos y los ojos se me han puesto como huevos duros, al tiempo que el pelo se me teñía de verde. Para quien no lo sepa, los Emiratos Árabes Unidos se encuentran asentados sobre un auténtico mar de petróleo, lo que confiere a sus opresivos dirigentes unas riquezas incalculables que obviamente, no comparten ni reparten entre sus súbditos. Ni ganas que tienen. Huelga decir que la falta de libertad es moneda de cambio común entre aquellas desventuradas gentes, los partidos políticos, los sindicatos, y cualquier asociación sospechosa de quebrantar las más estrictas normas coránicas están proscritos, que las mujeres son tratadas como muebles o animales, dependiendo de su dueño, y que la voluntad de apertura política es inexistente.

Pues bien, teniendo en cuenta estos detalles, perfectamente contrastables, el infausto Sultán, de nombre Jalid bin Sultán al-Qassimi, se descolgó afirmando que esperaba que la mezquita se convirtiera en ejemplo de hermandad entre los pueblos y las religiones y que cada llamada del muecín a la oración, fuera interpretada como una llamada a la fraternidad. Ante tan idílicas, casi celestiales declaraciones, conviene hacer la siguiente salvedad; quien las realiza es un individuo que somete a la población de su país al más férreo, estigmatizante e inquisitorial control islamista, desde la interpretación más ultramontana del Corán que imaginarse pueda, interpretación que se convierte en Ley Suprema a la que todos los habitantes del país deben conveniente y estricta obediencia.

Y alguien así tiene suficiente pedernal en su rostro como para venir a España, un país donde la libertad individual y el respeto a los derechos humanos, son tan amplios y están tan asentados, que hasta a un personaje de su aviesa catadura, se le deja entrar para decir lo que le venga en gana.

Es inaudito, pero me alegro sobremanera de vivir en un país que puede permitirse el lujo de escuchar respetuosamente las opiniones de un tipo como este, en lugar de echarle con cajas destempladas, como muy posiblemente merece.

Y que tome buena nota la retroprogresía de salón y su laicismo integrista dirigido particularmente contra la Iglesia Católica. Una situación a la inversa, en Emiratos Árabes Unidos o en cualquier otro país de la región, no tendría cabida ni en la más disparatada fantasía de ciencia ficción que el más alocado y narcotizado de los guionistas pudiera perpetrar.

Lucio Decumio.

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