01 diciembre 2003

Un día cualquiera

Hemos llegado al último mes del año, queridos lectores. Estoy convencido de que para todos vosotros al igual que para a mí, los años pasan cada vez con más rapidez. Parece como si el planeta se hubiera empeñado en acelerar su marcha y translación alrededor del Sol y los doce meses que antes se nos aparecían como una insalvable muralla hasta el tránsito hacia el nuevo año, hoy se dejaran caer laxos por la pendiente del tiempo sin importarles que con ellos se llevan por delante tersuras e ilusiones que nos marcarán con indelebles y profundas grietas por el resto de nuestras vidas.

Desde mi muy personal punto de vista, achaco en gran parte esta desmedida aceleración de la sensación del transcurrir del tiempo que experimentamos, al cada vez mayor grado de implicación física y mental que llevamos a cabo con nuestro trabajo. Son tantos y tan variados los problemas, las incertidumbres, los contratiempos, las presiones, las dificultades y las dudas que nos envuelven a diario en nuestro entorno laboral, que las jornadas, las semanas y los meses se nos escapan entre las manos sin darnos cuenta y sin advertir o percibir que inconscientemente, dejamos de lado muchas y muy variadas interrelaciones, usanzas y hábitos del pasado, que en un momento de nuestra existencia nos parecieron vitales para nuestra supervivencia social, anímica e incluso física.

El resultado es que cuanto más compleja se torna nuestra vida, cuantos más obstáculos nos vemos en la obligación de sortear en nuestro devenir diario –insisto con especial énfasis en el ámbito profesional- cuantos más frentes abrimos y cuanto más y mejor intentamos vivir, menos nos damos cuenta de que la vida es corta pese a que se nos antoje que siempre habrá un mañana; de que la vida es preciso vivirla con la máxima intensidad, pues no podemos saber si el próximo paso lo daremos sobre firme o nos llevará al abismo; de que en definitiva, la vida vamos a vivirla una vez, y que el trabajo, lejos de ser un fin, ha de convertirse en medio para que nuestro devenir vital pueda dibujarse del modo más feliz y transitable.

Reclamo a este respecto, la atención de quienes se sitúan en mi horquilla de edad. Aquéllos que ya han visto algo de mundo, que ya han acumulado experiencias y sinsabores, alegrías y satisfacciones y que se pregunten a cuántos compañeros y compañeras de sus respectivas oficinas, han oído hablar y no parar sobre la enorme carga de trabajo que acumulan, el “stress” que los acucia, la imposibilidad de desconectar de los problemas que han de afrontar en la oficina una vez que han salido de ella, las quejas en relación a las maratonianas jornadas de 10, 12 ó 14 horas de trabajo, los lamentos por la ininterrupción de esta diabólica dinámica y sobre todo, los murmullos de resignación ante la incapacidad y la imposibilidad de ponerle freno a este estado de cosas. O mejor, que se lo pregunten a sí mismos.

En última instancia, este cúmulo de circunstancias termina convirtiéndose en un mefistofélico altar en el que se nos obliga a sacrificar nuestra última certeza de que el tiempo libre, las personas a las que queremos, nuestros sueños y los pequeños detalles de la vida son lo que realmente importa.

El nirvana de nuestros días no tiene techo. Nunca terminamos de alcanzar el éxito personal, ni de acumular todo aquello que se nos exige. Siempre hay alguien desde fuera que se encarga de recordarnos que algo nos falta, que todavía no hemos llegado, que no podemos quedarnos parados a contemplar y disfrutar de lo logrado y que hay que seguir forzando la máquina hasta que ésta no dé más de sí.

Esto debe cambiar. No podemos querer mejorar a toda costa para después, no poder aprovecharnos de esos logros porque tenemos que llegar a otras metas que se supongan mejores y que cuando alcancemos, también se habrán quedado magras en comparación a lo que se nos reclamará en ese momento.

Desgraciadamente, mi intelecto sólo detecta problemas y los analiza, pero todavía no está preparado para ofrecer soluciones y mucho menos, del calado que requiere este asunto.

Lucio Decumio.

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