Ayer tuve la oportunidad de acudir a las salas de Kinépolis y contemplar la auténtica maravilla que es la tercera entrega de la trilogía de "El Señor de los Anillos". Sin embargo, he de decir, al menos a título particular, que si debo quedarme con alguna, tras el visionado de las tres partes, escojo la segunda, aunque francamente, ni yo mismo sé porqué. Tal vez se deba exclusivamente a que la he visto en tres o cuatro ocasiones y estoy más familiarizado con ella.
En fin, había venido hasta aquí con la intención de hacer unos comentarios someros en torno al largometraje mencionado y eso voy a hacer. Para empezar, me referiré a la duración. Aproximadamente unos 200 minutos, es decir, tres horas y 20 minutos que de ningún modo se hacen pesados, salvo para aquéllos que no disfruten o que no gusten de este tipo de películas. Creo que fue en un comentario que redacté sobre las distintas entregas de La Guerra de las Galaxias, cuando afirmé que esta clase de historias maniqueas, en las que el Bien Absoluto se enfrenta a muerte contra la villanía más cruel y sale triunfante, me encantan. Qué le voy a hacer, para los gustos se hicieron los colores. Imagino que hay miles de personas que disfrutan de lo lindo con las películas de ese histriónico intolerable que es Jim Carrey, por poner un ejemplo que centrifuga mi estómago, pero habrá que respetarles tanto como yo espero que respeten mis gustos cinematográficos.
Lo que decía. Fantástica cinta que en ningún momento pierde el ritmo y en la que se puede disfrutar de una fotografía memorable, unas interpretaciones sublimes, un argumento y un guión enormemente consistentes y unas batallas, conseguidas a base de efectos especiales tan deslumbrantes, que alcanzan un realismo, un dinamismo y una intensidad que abruman al espectador hasta dejarlo adherido a su butaca y casi tan agotado por la tensión de los acontecimientos, como los propios protagonistas por los combates.
No he leído los libros. He de reconocerlo y no me pesa. Como tampoco me pesa confesar que hace no mucho inicié la lectura del primero de ellos, "La Comunidad del Anillo" viéndome obligado a abandonar el volumen al cabo de escasas 70 u 80 páginas, debido al profundo sopor en el que me sumía la narración de Tolkien. Sin embargo, posteriormente me han informado de que es precisamente a partir de ese instante, cuando el libro empieza a tomar un cariz interesante y hasta subyugador. Así que, en vista de que me ha sucedido lo mismo que nos pasa cuando estamos parados desde hace 15 minutos en la cola del supermercado y decidimos cambiar de fila para darnos cuenta de inmediato de que la que acabamos de abandonar ha adquirido un dinamismo asombroso y fastidioso, tendré que retomar la lectura de los tres libros y empaparme convenientemente de las historias, los orígenes y la mitología de la Tierra Media.
Y digo esto porque, pese a que las tres películas me han sugestionado notablemente, he de reconocer que aún no logro encontrarle demasiado sentido a la pasión y a la vehemencia con que todos los protagonistas de la trilogía persiguen la posesión individualizada del anillo de marras. Hasta donde yo sé, que es lo que visto en los tres filmes, lo único que hace el citado anillo es conferir el don de la invisibilidad a quien en un momento dado, decide insertar alguno de sus dedos en el mismo. Ciertamente no está mal esta cualidad que posee la alhaja. Pero es que hasta ahí llega su poder. No da para más o eso es lo que yo percibo. Sin embargo, como persona medianamente inteligente que me tengo, debo suponer que no es el único efecto que se deriva de su posesión, lo que me obliga asimismo a asumir que esta falta de perspectiva sobre las posibilidades y los poderes del celebérrimo anillo sobreviene de mi confesa ignorancia acerca de muchos de los detalles que se vierten en los libros y que explicarán convenientemente semejante fijación por la joya.
Así que si alguien me puede ir adelantando los porqués de tan atribulados deseos de tenencia del anillo, por favor, que me lo haga saber en la ventana de comentarios.
Lucio Decumio.
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