En pocas ocasiones puede llegar a quedar tan palmariamente nítida la diferencia de recursos, preparación, planificación y previsión, entre el mundo desarrollado y los países menos afortunados de la Tierra, como cuando la Naturaleza se encoleriza y desencadena su furia contra unos y otros en forma de movimientos telúricos, huracanes, ciclones, erupciones volcánicas, monzones o tormentas tropicales.
Hace escasamente diez días, un fortísimo terremoto de 6,3 grados en la escala de Richter, sacudió por enésima vez la costa occidental de los Estados Unidos. California volvió a temblar bajo los efectos de un seísmo de notable capacidad destructiva, pero autopistas, edificios, puentes y diques resistieron con firmeza el embate de las ondas sísmicas. Los californianos, sabiéndose como se saben sobre un terreno especialmente inestable y disponiendo de un nivel de renta y riqueza que ocuparía el sexto lugar del mundo si fueran un estado independiente, son capaces de tomar las medidas políticas, arquitectónicas, urbanísticas y de emergencia necesarias para amortiguar al máximo los violentos e inesperados vaivenes a los que les somete el precario equilibrio telúrico sobre el que habitan.
El balance de daños que ha dejado tras de sí este terremoto ha sido muy limitado; dos víctimas mortales y daños materiales de distinta consideración, casi todos ellos localizados en la pequeña población de Paso Robles. Algunos miles de personas sin electricidad y sin agua durante algunos días, rápida reconstrucción de los edificios más afectados y en menos de tres meses, la normalidad más absoluta reinará de nuevo en la zona.
Pero no es así en todos los países. Ayer se produjo una estremecedora catástrofe en la ciudad iraní de Bam, víctima de un sismo de magnitudes muy similares al anteriormente descrito, pero que ha dejado un espeluznante balance al paso de sus ondas; más de 20.000 muertos y cerca de 30.000 heridos. Bam, una pequeña ciudad enclavada al sureste del país y cuyo principal reclamo turístico era una imponente ciudadela medieval, ha visto como el 60% de sus edificios, incluida la mencionada fortaleza, ha quedado reducido a escombros. Para acentuar todavía un poco más la desgracia, todos los hospitales de la localidad se han venido abajo aplastando bajo toneladas de cascotes a todo el personal médico y sanitario de la localidad, mientras que cientos de heridos y supervivientes agonizan a la intemperie, soportando temperaturas cercanas a los cero grados.
En suma, un desastre apocalíptico que por desgracia, tardará pocos años en repetirse en la zona. ¿Razones? Irán es un país rico en recursos. Es uno de los principales exportadores de petróleo del planeta y ello debería servir al Estado para garantizar a su población un nivel de bienestar y seguridad óptimos ante manifestaciones naturales de este calibre. Pero no, como es habitual en el mundo musulmán, abundancia de recursos naturales no es sinónimo de equidad, justicia y confort para la mayoría de los habitantes de la nación.
Del desigual y obsceno reparto de los beneficios que generan esos recursos, ya se encargan las autoridades políticas y religiosas locales, para que nada cambie y la minoría pueda seguir instalada en la opulencia mientras que la mayoría se ve expuesta a los peligros intrínsecos que la Naturaleza tenga a bien revelar a cada momento.
Mientras esto siga así, continuaremos echándonos las manos a la cabeza ante este tipo de calamidades, sin que mucho más podamos hacer que enviar algunas dotaciones de bomberos y personal sanitario especializado para atender a los afectados y rescatar a un puñado de supervivientes.
En última instancia, bien es cierto que habrá que hacer balance de daños y esperar a que los iraníes hagan saber sus necesidades, pero si las informaciones que escuché ayer por TV no son erróneas y la suma de los primeros fondos destinados por la UE para ayudar a los danmificados por el terremoto de Persia asciende a sólo 800.000 euros, se me cae la cara de vergüenza ante tan ridículo auxilio.
Lucio Decumio.
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