Cuando era pequeñito, la Astronomía era una disciplina que me fascinaba. Y aún hoy sigue haciéndolo, aunque desgraciadamente, no pueda prestarle toda la atención que deseara. Tan atrayente era esta materia para mí, que incluso mediada mi pubertad llegué a pensar que podría tratarse del sujeto de mi futura vocación profesional. Vana esperanza. A los pocos meses, ásperas cordilleras de integrales, derivadas, senos, cosenos y mil intrincadas fórmulas matemáticas, físicas y químicas, se encargaron de levantar un muro insalvable entre aquellas primitivas ilusiones juveniles y la cruda realidad.
Yo que me veía ya en el interior de algún gigantesco radiotelescopio oteando las estrellas, contemplando planetas, analizando explosiones solares y penetrando con formidables lentes hasta los confines del Universo para hallar miles de respuestas a las miles de preguntas sobre los orígenes de galaxias, estrellas, satélites, cometas, enanas blancas y demás cuerpos celestes, hube de descabalgarme, abatido y resignado de aquel inocente sueño, ante la evidencia de mis propias limitaciones intelectuales.
Sin embargo, algo de aquellas prístinas fantasías de mi adolescencia ha debido quedar almacenado en mi subconsciente, pues aún me sorprendo observando con detenimiento la bóveda celeste. Cuando la noche es clara y no estoy en Madrid, ocasionalmente me entretengo en la contemplación del firmamento, para llegar a distinguir algunas constelaciones, separar a los planetas de las estrellas u observar el tenue tránsito de la Vía Láctea por el Cosmos. En definitiva, recreos de lego que jamás llegará a descifrar ni el más sencillo de los misterios que encierran los cielos, pero que se sigue maravillando ante su inmensidad y majestuosidad
Viene todo este tostón a colación, porque en el último año he creído percibir -evidentemente debe tratarse de una apreciación errónea, pero aun así la expongo- que el Sol no se encuentra exactamente en el mismo lugar que hace un año. Seguramente os echaréis a reír y diréis que hoy, en lugar de fumarme un puro, me he trincado un porro, pero no es así. Y me explicaré a continuación para que me entendáis.
Como la inmensa mayoría de mis lectores no conocerá el área de observación en el que he creído captar el fenómeno que voy a describir, pasaré a intentar situarlos de la mejor manera en mi posición de espectador.
De lunes a viernes, todas las mañanas y de modo indefectible, recorro un pequeño trecho de aproximadamente dos kilómetros de la Carretera de El Escorial. El citado lapso es una recta que, siempre considerada desde el sentido en que yo tomo la senda, termina desembocando en la vía de servicio de la Carretera de la Coruña, a la altura del kilómetro 17, metro arriba, metro abajo. Mientras recorro este pequeño tramo de apenas dos mil metros, mi vista se fija, por obligación, en el Este. ¿En el Este? Sí, porque cualquier otra orientación ocular desembocaría en una catástrofe de imprevisibles consecuencias, así que opto por lo razonable que es fijar la vista al frente, que como digo, es el Este.
Sé que ése es el punto cardinal, porque por allí sale el Sol todas las mañanas. Cuando nos encontramos en primavera, en verano, en los albores del otoño o en el ocaso del invierno, el Sol ya se ha elevado lo suficiente como para no poder entrar en detalles exactos sobre su posición. Pero especialemente entre Diciembre y Enero, el Astro Rey tiene la mala costumbre de asomarse tardíamente sobre la línea del horizonte, lo que significa que cuando llego a la Carretera de El Escorial, en torno a las 09.00 de la mañana, el disco se encuentra despuntando exactamente al final de la recta que muere en la vía de servicio de la Carretera de La Coruña, haciendo caer sus primeros rayos sobre los desprevenidos ojos de todos los conductores que transitan por la ya muy mencionada recta.
Hablo de mala costumbre del Sol, porque cualquier conductor sabe cuán molestos son esos primeros rayos de la mañana, así como los del ocaso, pues ciegan peligrosamente el campo visual de los automovilistas y ponen en serio riesgo su integridad.
Pues bien, como decía, me he pasado todo el mes de Diciembre llegando por esa recta hasta la Carretera de la Coruña, a la misma hora exactamente que hace un año y o mucho me equivoco o el Sol está algo más elevado sobre la horizontal y algo más desplazado hacia el Oeste. Aquellos rayos tan enojosos de Diciembre y Enero de 2001 y 2002, ya no lo son tanto y la visibilidad es muchísimo mejor que entonces. Y yo llego a las mismas horas, os lo aseguro.
Por mi parte, estoy algo mosca, aunque vosotros estéis convencidos de que ya he descorchado alguna botella de cava.
Lucio Decumio.
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