Sólo hace unos instantes he sido testigo de una escena que ha llamado por igual a una cómplice sonrisa que ha encontrado inmediato acomodo entre mis labios y a una nostalgia algo amarga que se ha entretejido entre mis recuerdos de tiempos ya algo pretéritos.
Desde la terraza de mi casa, con el fin de no importunar a mi familia, me encontraba disfrutando apaciblemente del aroma y el sabor de un excelso habano. Embebido en el goce de tan exquisito cigarro y haciendo adecuada y audaz abstracción de las bajas temperaturas reinantes, mi espíritu se elevaba poco a poco en la contemplación del manto de la noche que ya cerraba el paso a la luz del día y al tímido calor de un sol invernal recién estrenado, cuando unas desenfrenadas y alocadas carreras juveniles han captado mi atención. Una mocilla de no más de 15 años ha cruzado con insensatez adolescente y llanto desgarrado, la calzada que se encuentra frente a mi casa, perseguida por otra amiga y no menos de seis amigos o compañeros que trataban de darle caza. Ante semejante panorama, algunos vehículos se han visto obligados a detener abruptamente su tranquilo discurrir sobre el pavimento, haciendo sonar sus bocinas en señal de protesta por tan inopinado abordaje de la mocedad de mi barrio.
La protagonista de la escena lloriqueaba con amargura y desazón mientras rechazaba los abrazos y los requerimientos de la amiga que intentaba calmarla. No he sido partícipe de las conversaciones que posteriormente han tenido lugar entre la numerosa prole de mancebas y zagales, pero no he podido evitar hacerme una composición de lugar ante semejante paisaje de gritos, empujones e idas y venidas de unos y otros.
Así que creo no arriesgar demasiado si afirmo que muy posiblemente, la "prima donna" del sucedáneo de tragedia que comento, haya creído verse traicionada en su inocencia adolescente por alguna amiga del alma que ha buscado impertinentemente los arrumacos de algún mozalbete por cuyos huesos suspiraba nuestra heroína. Tan simple y tan duro como eso. A esas tiernas edades, en las que los seres humanos han empezado a cerrar las puertas a la candidez infantil para iniciar el balbucenante tránsito hacia el universo de los adultos, vivencias como la que creo haber extraído de este acontecimiento, se convierten en aciagos dramas para los que el espíritu de una jovencita aún desubicada, sólo encuentra escasas y muy turbulentas respuestas.
Y a esta hora, mientras yo hago glosa de su diminuta fatalidad, con la misma sonrisa de la que hablaba al principio aún perfilada en mi rostro, ella estará a buen seguro envuelta en un mar de lágrimas y atrapada en una encrucijada de ilusiones desplomadas a la que verá imposible encontrarle una salida razonable. Su pequeño mundo de fidelidades, amigos y cariños recién estrenados se hace añicos, al tiempo que un adulto anónimo amante de la soledad de su terraza al calor de un gran cigarro habano, se percata de que el calado de nuestras preocupaciones juveniles, nada tiene que ver con las que afrontamos en edad más madura y echa de menos aquella sublime etapa que parece eterna y en la que desafortunadamente, sólo pudo ser mero espectador, pero nunca causante, de los berrinches de amor de alguna tierna mujercita.
Lucio Decumio.
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