Le pese a quien le pese, una de mis cintas preferidas es la memorable "Titanic" de James Cameron. La he visto en varias ocasiones y a pesar de que el tronco argumental -la historia de amor entre dos jóvenes separados por un abismo socio-económico- se me antoja algo endeble, poco realista y demasiado edulcorada, considero que la película tiene una factura impecable.
Entrelazados en el eje del film e interactuando con los protagonistas, contemplamos la sucesiva aparición de algunos personajes, cuyos ademanes, gestos y palabras, nos van dando una idea de cuál será su comportamiento cuando aflore en toda su magnitud, la tragedia y el drama que se suceden al impacto del casco del buque con el iceberg que lo mandará a pique. Las miserias y las grandezas que los seres humanos llevamos dentro y que despuntan en momentos de tanta fatalidad, no son sino el colofón a esas primeras pinceladas que el autor de la película nos va dando de la citada galería de secundarios durante la primera parte del film.
Quien más quien menos, espera que el acaudalado novio de la protagonista -apellidado Hawkley o algo así- se comporte durante los momentos de caos y zozobra de la nave, como el miserable engreído que se nos dibuja en los primeros compases. Asimismo, la dignidad y la presencia que el señor Andrews -ingeniero constructor del navío- muestra en todos los planos, se ve refrendada en una de las escenas finales, cuando en uno de los lujosos salones del transatlántico, acepta calladamente su fatal destino mientras detiene el reloj en la hora en la que se produce el naufragio, renunciando a buscar acomodo entre los escasos botes salvavidas. Por su parte, la madre de Rose De Witt hace honor durante los momentos más tensos de la película a su carácter clasista y vanidoso, para despreciar sin contemplaciones, la suerte que correrán los cientos de pasajeros de la tercera clase.
Pero en los sucesivos visionados de la película de que he podido disfrutar, no dejo de conmoverme ante la mezquina figura del señor Ismail, un alto cargo de la White Star Line que -siempre según los ojos del director- no deja de buscar un protagonismo que no le pertenece, despreciando desde su pequeñez y su soberbia a todo aquel que no sea capaz de alabar la magna obra de ingeniería civil concebida por sus particulares sueños de grandeza. Cuando se desencadenan los acontecimientos y el pasaje y la tripulación ya conocen cuál será la suerte del buque y la propia, este individuo mísero y ruin aprovecha un descuido de uno de los sobrecargos del vapor para instalarse en un bote salvavidas y escapar al sino que bien debería haberle correspondido en virtud de su sórdida conducta previa.
No le importan los demás. Sabe que hay cientos de ancianos, mujeres y niños que deberían ocupar la plaza que el acaba de asaltar, pero tal y como ha hecho durante los planos anteriores al naufragio, le falta gallardía para asumir sus responsabilidades y comportarse como un verdadero hombre en tan críticas circunstancias. Le falla la presencia de ánimo que nunca ha tenido, le faltan valentía y hechuras a partes iguales. En un acto de cobardía imperdonable, busca la salvación personal a través de un acto gallináceo que mueve al vómito y al rechazo más absoluto.
Particularmente, la entrevista que sostuvo Carod-Rovira con dirigentes etarras hace unas semanas y los motivos que le movieron a ello, me recuerdan enormemente a la actitud del sujeto del que acabo de hablar.
Lucio Decumio.
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