Salvo esporádicos retornos a la tierra que les vio nacer, muchos de ellos llevaban meses, tal vez años, desempeñando difíciles y peligrosos servicios a España y a su Corona en lejanas e inhóspitas tierras. El alejamiento de la familia y de los amigos que dejaron tras de sí para servir a su país y a su Rey, se había convertido en un fértil sustrato que aglutinaba deseos y esperanzas y que forjaba una camaradería y un compromiso vital con los compañeros y con su deber, fuera de cualquier duda razonable.
Aquel día, uno más a contar entre el sinfín de jornadas jalonadas por audacias, aventuras y riesgos que habían sorteado desde que partieron de España, los ocho compatriotas creyeron encontrarse ante una dócil y rutinaria misión, que debía servir para que los más veteranos mostraran a los más noveles, rutas y senderos con los que deberían familiarizarse en las semanas sucesivas.
Esta toma de contacto con el terreno, así como con los indígenas de aquellas desabrigadas comarcas era en realidad el objetivo nuclear de la misión que les había encomendado su Rey. Servir de avanzadilla, de destacamento explorador e inspector del terreno para que otros españoles pudieran transitar seguros, en un futuro inminente, los parajes que ahora se encontraban ante sus ojos. Los habituados pero vigilantes del capitán y sus tres paisanos más fogueados y los expectantes de los cuatro más novicios.
Hacía calor. Mucho calor. Siempre lo hacía en aquellos lares, independientemente de la época del año en que se encontraran. En las estaciones más cálidas, las temperaturas diurnas ascendían hasta poner al límite la resistencia de los curtidos soldados, mientras que durante la noche, enjambres de mosquitos y de insectos que les eran tan ajenos como belicosos, convertían la penumbra en un suplicio difícilmente imaginable.
Ya eran demasiados los días en que el descanso, debido a las duras jornadas de aclimatación vividas en aquella región, les había sido negado sistemáticamente. Esa fatiga acumulada, unida a la constatación de que su presencia despertaba algarabía y júbilo por igual entre los nativos que flanqueaban su paso por aquella ruta, hizo flaquear su atención y los recelos y las sospechas acumuladas en sus contactos con otras tribus vecinas que les prevenían contra aquellos festivos aborígenes que ahora contemplaban, se desmoronaron.
Felices e impacientes ante la perspectiva de tomar posesión de aquellas tierras en nombre de su Patria y su Monarca, Juan Díaz de Solís, capitán de la gloriosa expedición que había partido de Sanlúcar de Barrameda el 8 de Octubre del Año de Nuestro Señor 1515, el Factor Marquina, el Contador Alarcón y cuatro marineros y un grumete, embarcaron en un bote y provistos exclusivamente de algunas pistolas y escasa munición, pusieron pie en la orilla septentrional de la desembocadura del Río de la Plata que acababan de descubrir. Aquel luminoso día de Febrero de 1516, que tan dichoso se aparecía ante los intrépidos exploradores, se tornó de repente en un espeluznante infierno. Cientos de joviales guaraníes, tan afectuosos en sus saludos hacía sólo unos minutos, se convirtieron de improviso en alocados y estridentes guerreros que se abalanzaron con furor sobre los desprevenidos expedicionarios. En breves instantes, pese al ardor desplegado en la lucha, el destacamento cayó fulminado bajo el diluvio de lanzas y flechas arrojadas por los indios.
Concluida la fugaz y desigual batalla y no contentos con el varapalo infligido a los españoles, los indígenas profanaron los acribillados cadáveres de los marineros, apaleándolos y despedazándolos en una pavorosa orgía de sangre y vísceras, contemplada con estupor y espanto por los cincuenta tripulantes que quedaban abordo de las tres naves principales y que hubieron de emprender una precipitada y dramática retirada.
Sólo el más joven de los ocho desventurados marinos sobrevivió. El grumete Francisco del Puerto fue capturado por la tribu que acababa de masacrar a sus compatriotas y no fue rescatado hasta once años después, en que la expedición capitaneada por Sebastián Caboto volvió a recorrer aquellas lindes.
Este luctuoso capítulo de la historia de la Conquista de América, convenientemente novelado para la ocasión por Lucio Decumio y sorprendentemente afín a un episodio tan triste como aquél, pero más reciente, está dedicado a la memoria de los siete agentes del CNI que cayeron en acto de servicio hace un mes en Irak. Hacía tiempo que quería hacerlo y hasta hoy, no había encontrado el momento.
Desde aquí, mis respetos y mis recuerdos a todos los valientes que han dado, antes y ahora, su vida por España.
Lucio Decumio.
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