Como todos los días del año, salvo aquéllos en los que disfruta de unas merecedísimas vacaciones, L.D., nuestro particular héroe cibernético, se despereza en torno a las 08.15h de la mañana, se dirige tambaleante hacia el cuarto de baño, se desviste, se sube a la báscula y controla rigurosamente su peso, el espejo del excusado devuelve una impactante imagen de su formidable desnudo y a la de tres, se introduce en la bañera con la intención de que los refrescantes chorros que escapan entre los orificios de la alcachofa de la ducha, le ayuden a recuperar los mínimos niveles de vigilia que le permitan dirigirse hacia su lugar de trabajo sin mayores contratiempos.
Luego se viste, cubriendo su formidable figura con destreza, donaire y distinción, recoge sus pertenencias, perfuma su rostro con el buen gusto que le ha hecho célebre, atraviesa su domicilio, se despide de cuantos encuentra a su paso y presto, se encamina hacia su deslumbrante Opel Astra adquirido en Octubre de 2003, que impaciente, le espera para llevarle hasta las oficinas de la multinacional informática en la que se gana las lentejas.
Como cualquier otra jornada, escoge la ruta que menos tráfico soporta a esas horas de la mañana y como todos los días, a la misma hora y en el mismo punto, se despide de la autopista de circunvalación que le deja en las inmediaciones de su puesto de trabajo e inicia el enojoso último tramo de su travesía, plagado de rotondas, badenes y demás zarandajas que se inventan los alcaldes de los pueblos ricos del extrarradio madrileño, con el fin de acelerar el desgaste de los amortiguadores y de la suspensión de los coches de sus convecinos y de quienes les visitan a diario.
Pero el día 23 de Marzo la rutina se mutila. Al llegar a la primera de las citadas rotondas, el espectacular Opel Astra de L.D. decide no proseguir su marcha. Pese a los inabarcables conocimientos técnicos de nuestro semidiós, el flamante vehículo se niega a continuar su recorrido. Resignado a su infortunio matutino, L.D. empuja al resplandeciente automóvil hasta un lateral de la rotonda. Finalizada la maniobra y mientras recupera parte del resuello perdido por tan ímprobo esfuerzo, la jefa de L.D. se detiene a su altura y le pregunta que qué sucede. ¿Y qué demonios sabe L.D.? ¿Es acaso L.D. un brillante, por lo grasiento, mecánico automovilístico? Básicamente no.
Pero es buena gente la jefa de L.D., pues desinteresadamente, ofrece su teléfono móvil para que nuestra estrella ciberespacial pueda salir cuanto antes del apuro en que se encuentra. Sin embargo L.D., autosuficiente, seguro de sí mismo, independiente y resolutivo, declina amablemente la ofrenda de su superior y decide utilizar el propio a sabiendas de que el gasto podrá disparase durante la mañana que se le acaba de torcer.
Sin más dilación, L.D. se mete en harina y comienza a llamar a los servicios de asistencia de Opel que raudos, se presentan en aquélla recóndita rotonda en un tiempo récord: 75 minutos. Aterido, pero con el ánimo intacto, L.D. explica al mecánico que acaba de hacer acto de presencia, los síntomas que aquejan a su regio Astra. El sujeto, un joven de unos 58 años de edad, hace mil y una probaturas en el motor del vehículo y en menos de cuatro minutos, decide llamar a la grúa para que transporte el automóvil hasta el servicio oficial más cercano, distante unos cuatro o cinco kilómetros de tan nefasto punto.
El mecánico, rebosante de dicha por tan heroica intervención, desaparece como el rayo, dejando a L.D. a la espera de la llegada de la grúa. En un abrir y cerrar de ojos, trascurre otra media hora hasta que llega el salvador transporte. En el intervalo y pese al frío, la desventura y la calamidad de que es objeto, L.D. hace gala de su prominente sentido del deber y no duda en prestar su auxilio a dos o tres conductores desubicados que seguramente piensan que tan egregio individuo, sólo puede estar en pie en aquélla infausta rotonda con el fin de echar una mano a los despistados que por allí se dejan caer y que no tienen ni idea de dónde están sus respectivos destinos.
Una vez embarcado el fiel Opel Astra en la mesiánica grúa, L.D. asciende a la cabina de la misma y sin pestañear, se hace cargo de la situación. Dirige fielmente al conductor del transporte hasta el taller, pero un inoportuno despiste de éste, le impide desviarse convenientemente, así que el trayecto hasta el lugar de reparación se extiende unos veinte minutos más de lo previsto. No importa, pues nuestro intrépido protagonista se muestra resuelto ante cualquier obstáculo y no duda de que su tesón y su buena estrella, terminarán por invertir tan adversa situación.
Llegados a su destino, el conductor de la grúa hace descender el refulgente auto de la plataforma y lo deja en manos de los habilidosos mecánicos de Opel. Sin demora, uno de ellos se instala en el asiento del conductor y dirige al renqueante vehículo hasta el aparcamiento del taller, pero el cerco traicionero de la entrada del mismo se interpone en su camino, haciendo saltar por los aires la moldura de uno de los espejos retrovisores. Este penúltimo contratiempo, carente de la menor envergadura, no mella el indomable espíritu de L.D. quien continúa impertérrito con las gestiones que le permitirán obtener el coche de sustitución a que tiene derecho en virtud de la garantía de su adorado Opel Astra.
No pasan cinco minutos cuando L.D. ya ha logrado que Opel le pague un taxi hasta las oficinas de Europcar en las que recogerá el automóvil que sustituirá circunstancialmente al ya muy citado Opel Astra. Tras unos insignificantes veinte minutos de espera en la puerta del taller, con el aire de la sierra madrileña azotando el curtido rostro de nuestro héroe, un taxi se detiene a su altura y se identifica como el vehículo que le llevará hasta Europcar. Bien, L.D. confiado en que la suerte que le había dado la espalda desde los albores mismos de ése día, ha vuelto a mirarle a la cara, se embarca en el carruaje e indica al taxista el destino a alcanzar. Llegados al mismo, L.D. recibe una llamada en su teléfono móvil. Al otro lado del aparato, un individuo, taxista para más señas, se identifica como el conductor que le tendría que haber llevado desde el taller hasta el lugar en el que ya se encuentra.
Algo confundido, aunque haciendo gala de un asombroso autocontrol, L.D. inquiere a su nuevo y sorprendente interlocutor cuáles son los pasos a seguir desde ese instante. De la respuesta, algo babélica por otra parte, L.D. infiere que tendrá que abonar religiosamente los 4.25€ de la carrera sin rechistar. Y con una dignidad abrumadora, lo hace, pues si hay algo que le sobre a L.D. son dos cosas: dignidad y dinero. Eso que vaya por delante.
Bien, parece que todo toca a su fin. L.D. se hace llegar hasta la entrada de la oficina de alquiler de coches y tirando de su vastísimo acervo cultural, alcanza a leer lo siguiente en la puerta del local: "Disculpen las molestias, volvemos enseguida". La situación no deja de tener su gracia, así que L.D. sonríe para sus adentros y se presta a esperar con la infinita paciencia que el Sumo Hacedor le concedió, la llegada del encargado.
Éste no tarda en aparecer ni un cuarto de hora y mientras toma asiento, L.D. le pone en antecedentes, aunque desde Opel hayan tenido a bien hacer una reserva a nombre de la estrella de este asombroso relato. Para finiquitar el contrato de alquiler, que correrá a cargo de Opel, por supuesto, el empleado de Europcar solicita a L.D. su D.N.I., su permiso de conducir y una tarjeta de crédito con la que llevar a cabo un insignificante depósito en virtud de no se sabe muy bien qué, de tan sólo 150€. Todo va bien hasta que la tarjeta no cumple con su cometido y L.D., quien de las situaciones más molestas e irritantes, es capaz de extraer siempre la cara alegre y positiva, entiende que no estará de más un breve paseo de veinte minutos por las calles del pueblo en el que se encuentra, hasta dar con un cajero que le pueda suministrar en efectivo, los 150€ del depósito.
Extraída sin mayor contrariedad del cajero -algo que no deja de llamar la atención a L.D. en vista de la extraña jornada vivida- la citada cantidad, el Gran Hombre regresa hasta las oficinas de alquiler de automóviles, entrega el correspondiente fajo de billetes, firma el contrato, recibe la llave de su nuevo vehículo -un Peugeot 307,, para los curiosos- y pone rumbo sur-suroeste hacia las oficinas que tendrían que haberle estado viendo trabajar desde cuatro horas y media antes.
Lucio Decumio.
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