Mi padre fue hasta los 34 años, un humilde empleado de una ferretería en el barrio de Carabanchel. Con su muy modesto sueldo, sacaba adelante a una familia que hoy sería considerada numerosa, pero que en 1974 apenas si se encuadraba en la media de vástagos nacidos en el seno de los matrimonios de la época.
Entonces decidió dar el salto. Aún asfixiado por las responsabilidades alimenticias, académicas y de abrigo de toda su prole y no perdiendo de vista las dificultades económicas de aquellos tiempos y la incertidumbre política que se percibía nítidamente en el horizonte, fue capaz de atisbar la oportunidad de establecerse por su cuenta y dar vida a su propio negocio. Se hizo con el alquiler de un local en el mismo barrio madrileño y en breve, comenzó a regentar su propio microcosmos dedicado a la ferretería y el menaje. Si a todo ello añadimos el hecho insoslayable de que por aquel entonces, la mayoría de los padres de quienes hoy sobrepasamos la treintena, se habían visto obligados a abandonar los estudios a tempranas y tiernas edades para dedicarse en cuerpo y alma a echar un cable económico en sus humildes hogares, nos encontraremos ante un panorama y unas perspectivas de éxito para la nueva empresa creada por mi padre, bastantes sombrías.
Pero aquella regencia empresarial que podía presumirse efímera y decepcionante, se trastocó por arte de su empeño y el de mi madre, en un prolongado reinado de treinta años que a día de hoy está tocando a su fin.
Sin embargo, no sólo fueron el tesón y la constancia de mis padres los que permitieron tirar hacia adelante y sacar a flote el proyecto. En unos comienzos que hubieron de ser extremadamente duros, aunque Lucio Decumio, por entonces un balbuceante infante de apenas cuatro años, carecía obviamente de la suficiente perspicacia y madurez como para darse cuenta de las dificultades por las que podían atravesar mis progenitores para criarnos a mí y a mis dos hermanos, pues por añadidura, jamás nos faltó alimento, vestimenta, juguetes o afecto y atención, debo destacar la figura y el apoyo de innumerables familiares de mi línea materna.
No fueron ni uno ni dos, sino muchos más, los hermanos de mi madre que se pusieron tras el mostrador en sus ratos libres para asistir a mi padre en los ásperos albores de su independencia patronal, mientras mi madre se cuidaba de que su progenie estuviera convenientemente atendida. Tampoco fueron pocas las hermanas políticas de mi hacedora las que se pusieron a su disposición para velar por los tres hijos del matrimonio, para encargarse de llevarnos al médico o para atendernos cuando fuera menester. Incluso, muchos de los sobrinos de mayor edad del vientre que me vio nacer, transitaron con ilusión y perseverancia por el negocio familiar cuando de su ayuda se precisó y asimismo, pudieran prestarla.
Pero no sólo fue la presencia física y la ayuda en momentos puntuales la que debo agradecer a toda la familia de mi madre. El dinero que mis abuelos maternos y mis tíos prestaron a mis padres para que el alumbramiento de aquel incipiente comercio fuera un éxito, vale si cabe aún más.
Con el paso de los años, Lucio Decumio y sus hermanos, especialmente junto al mayor de ellos, tomaron el relevo de tíos, tías, sobrinos y sobrinas, en las puntuales asistencias de las que he hablado previamente. El negocio fue prosperando y ello permitió la contratación de un joven dependiente que pasó 26 años al lado de mi padre sin faltar un solo día a su cita, salvo por causas de fuerza mayor. Asimismo, durante algunos años, mi padre también contó en su nómina de empleados con una hermana de mi madre. Y pese a todo, el goteo de familiares de vínculo materno, no terminó de cortarse nunca y puntualmente, en los momentos de mayor volumen de negocio, siempre aparecía algún hermano o sobrino de ella para ofrecer su arrimo y su favor.
Y ahora, en Febrero de 2004, cuando mi padre ha iniciado la liquidación del negocio que ha sido su vida y su ansia durante tantos años, cuando su fiel dependiente ha decidido desvincularse de la empresa para no ser una carga económica en momentos delicados, cuando sus hijos pueden ofrecerles mucho menos apoyo del que quisieran, pues sus obligaciones laborales se lo impiden y cuando el invierno ha hecho presa de sus sienes y las heridas de guerra se acumulan en su ánimo ya cansado, muchos de aquellos familiares que fueron sostén, puntal y amparo de mis mayores a mediados de los años 70, vuelven a dejarse caer por el vetusto local para brindar su último auxilio y su postrer servicio a la causa de mi familia, cerrando así un círculo cuyo trazo empezó a dibujarse hace tres décadas.
La otra cara de la familia no la vais a ver reflejada en este texto, porque yo tampoco la he visto.
Lucio Decumio.
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