28 noviembre 2004

A la Reina de las Españas

Han pasado, sí, muchos años. Varias centurias, hasta cinco. Un día como hoy del año de Nuestro Señor de 1504, fallecía en Medina del Campo, provincia de Valladolid, el personaje más influyente, singular, carismático y decisivo de la Historia de España; Isabel I de Castilla, eternamente conocida como Isabel la Católica.

Pesadumbre y desazón a partes iguales me produce el olvido y la postergación que de su figura se ha hecho en los medios de comunicación en estos días, en los que se cumple el Quinto Centenario de su fallecimiento. Y no sólo eso. En los últimos años, los jerifaltes del miedo y de la revancha se han dedicado con denuedo y con éxito a mancillar y enlodar su figura, su obra y su significado. Ni recuerdos, ni alabanzas, ni glorias, ni loas, ni defensa de la que es, nada menos, que la Madre de España. Sólo ofensas, agravios, insultos y esputos.

Si los españoles estamos donde estamos, si hacemos lo que hacemos, si pensamos como pensamos, si hablamos como hablamos y si nos comportamos como nos comportamos, es gracias al empeño aglutinador de esta formidable mujer y de su no menos extraordinario esposo.

Por ello, vaya desde aquí mi máximo reconocimiento y estas humildes líneas para contribuir en la pequeña medida de mis posibilidades a sostener y a recuperar la memoria y los logros de esta Dama.

Casi desde su nacimiento, en 1451, Isabel hubo de afrontar enormes desafíos y descomunales intrigas. Hasta 1474, fecha en la que fue nombrada Reina de Castilla, tuvo que vérselas primero con su hermanastro Enrique IV el Impotente y más tarde, con los partidarios de la hija ilegítima de la esposa de Enrique, Juana la Beltraneja, aspirante al trono de Castilla hasta su derrota en el campo de batalla. Y con sólo 19 años se casó con otro adolescente de 18, Fernando de Aragón, heredero de la otra gran corona cristiana de la península.

Al lado de Fernando, vivió la Gran Reina las aventuras más asombrosas que quepa imaginar. Con la ayuda del Rey Soldado, Isabel puso en orden sus reinos, apaciguó a la levantisca nobleza castellana, controló los ímpetus expansionistas del vecino reino portugués y recabó voluntades, esfuerzos y ánimos entre patricios y plebeyos, para dar forma a su gran sueño; poner fin de una vez por todas a la secular tarea que tantos y tantos otros reyes cristianos habían dejado a medio terminar; la Reconquista al invasor musulmán, de la España visigoda.

Y por el camino, tuvieron tiempo de contener el espíritu belicoso de los reyes franceses que se abalanzaban una y otra vez sobre Navarra, Cataluña y Nápoles, conquistar y colonizar las Islas Canarias y en último término patrocinar y dar cobijo a aquel locuaz visionario llamado Cristóbal Colón, que en el mismo año en que concluyera la Reconquista, habría de lanzarse al Mar Océano a la búsqueda de nuevas rutas hacia las Indias, hasta topar, para su suerte y la de España, con el Nuevo Mundo.

Por todo ello y por su fortaleza de ánimo, por su ambicioso proyecto de cohesión y por su tenaz y triunfal lucha contra los grandes enemigos de la Europa Cristiana, cuales eran el agresivo turco y el turbulento norteafricano, ambos monarcas se convirtieron en la admiración y el asombro de toda Europa.

Pocos dirigentes, muy pocos monarcas, han hecho tanto por España como hicieron Isabel y Fernando. Su reinado está salpicado por algunas oscuras sombras que habrían de interpretarse en el contexto de la época y teniendo en cuenta la mentalidad de aquellas gentes. Pero es su magna obra política, su gran sueño unificador, su idea integradora y agregadora que buscó poner a todos los españoles a remar en un mismo sentido, lo que de verdad trasciende la figura de aquellos monarcas legendarios.

Aquella Reina y aquel Rey, con mayúsculas, amaron tan profundamente a España, que la consideraron viable, factible y realizable, haciendo gala de una visión de futuro sin par. Y así, percatándose de que de la unión, la combinación, la mezcla, la suma y la incorporación, sólo podría salir un estado fortalecido y compacto, capaz de afrontar los desafíos de los siglos ulteriores, tuvieron la grandeza de espíritu de situarse por encima de provisionales aspiraciones propias y ajenas, para poner las bases del crecimiento y desarrollo de una de las naciones más grandes que ha dado la Historia.

A la luz de los acontecimientos que nos toca vivir hoy en día, muchos de los cuales invitan al desistimiento, a la renuncia y al abandono de nuestras convicciones y de nuestro espíritu nacional, podría parecer más factible contemplar el futuro de España a quinientos días vista, que con otros quinientos años por delante.

Pero es ahora más que nunca, cuando enarbolando las banderas de la razón, de la palabra, de los argumentos, de la rectitud de espíritu, de la inteligencia, de la integridad, del entendimiento, de la libertad, de la justicia y del derecho, hay que aguantar, denunciar y combatir los embates, los embustes y las embestidas de los miserables que impúdicamente, escupen sobre la memoria y sobre la sangre de nuestros antepasados con la pretensión de acabar con nuestra democracia, con nuestra convivencia y con nuestra unión.

Lucio Decumio.

4 comentarios:

Roberto Iza Valdés dijo...
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