Una de las peores cosas que tiene el hecho de vivir de modo absolutamente permanente en tu país y dedicar apenas cuatro días de tu existencia a viajar por el resto del mundo, es que llega un momento en que piensas que algunas cosas que suceden en tu patria, sólo acaecen aquí. Pero no es así.
Al hilo de lo sucedido en el preámbulo, desarrollo y epílogo del partido internacional amistoso que disputaron ayer las selecciones de España e Inglaterra, uno se percata de que hasta democracias tan avanzadas y tan asentadas como la británica, son capaces de entrar desde todos los niveles, en el juego sucio que la asfixiante corrección política que todo lo ve, todo lo oye y todo lo controla, se empeña en hacernos disputar.
Y es que desde que Luis Aragonés abriera la espita hace unas semanas durante un entrenamiento de la Selección, con una arenga a José Antonio Reyes en la que vertía algunos comentarios teóricamente ofensivos hacia la figura y el color de la piel de Thierry Henry, la prensa británica no se ha cansado de retroalimentarse con titulares e informaciones referidas al presunto espíritu racista que demuestra el seleccionador nacional. Actitudes -de palabra y de obra- mil y una veces desmentidas por éste, por sus más estrechos colaboradores y por no pocos jugadores negros que han estado a su cargo en innumerables equipos de nuestra Liga.
Todo podía haber quedado ahí, pero los encuentros amistosos disputados esta semana por las selecciones absolutas y sub-21 de ambos países, han reabierto la polémica. Hasta tal punto, que la Federación Inglesa de Fútbol e incluso el Primer Ministro Británico, han solicitado que se abran investigaciones a nivel FIFA y UEFA y si llega el caso, se sancione a la Federación Española por los silbidos y los abucheos que el público congregado en el Bernabéu le dedicó a los jugadores negros de la selección inglesa.
La evidencia de las intenciones de los dirigentes deportivos, que han arrastrado consigo a los políticos británicos, saltan a la vista. De otra cosa no se trata sino de sacar las cosas de quicio y de intentar ocultar la pésima imagen futbolística ofrecida en Madrid, abriendo una espectacular cortina pirotécnica que distraiga y desvíe la atención de su público y de sus aficionados, hacia otros derroteros en los que el análisis deportivo quede aparcado y se entre de lleno en la intención revanchista frente a un presunto agravio contra el orgullo igualitarista de la sociedad británica. Asimismo, es perfectamente posible que todo esta aparatosa maquinaria de acoso y derribo propagandístico edificada contra Luis, la Federación y los aficionados españoles, tenga no poco que ver con la disputa que Londres y Madrid mantienen por la organización de los Juegos Olímpicos de 2012.
Dejando al margen las intenciones últimas que persiguen los británicos cuando nos intentan golpear con un martillo elaborado de mentiras y demagogia, conviene retomar el análisis de lo que a mi entender puede o no puede considerarse como racismo.
El caso que nos ocupa -las arengas de Luis y los abucheos a los jugadores negros de la selección inglesa- es un ejemplo típico a través del cual, los sectores menos preparados y los más manipuladores se estancan premeditadamente en el hecho y en su juicio, al tiempo que evitan trascenderlo mediante la profundización en las causas o en el contexto en que se originó.
Porque, ¿alguien puede decirme en cuántos campos de fútbol españoles se abuchea actualmente a jugadores negros por el simple hecho de serlo? Obviamente, en ninguno. ¿Y ello por qué? Muy simple. Al margen de que la sociedad española no es racista, salvo casos esporádicos en los que no tengo tiempo ni ganas de entrar, es preciso tener en cuenta que en todos los clubes de la Primera División Española y seguramente de la Segunda, hay jugadores que proceden de otros países y de otras razas diferentes a la nuestra. Por lo tanto, insultar al búlgaro, al camerunés o al argentino del equipo visitante por el mero hecho de haber nacido en lejanas tierras o lucir un tinte epidérmico algo más oscuro que el de los oriundos, significa que en última instancia, se está ofendiendo igualmente al búlgaro, al camerunés o al argentino que viste la camiseta local. Un disparate, en definitiva.
Así pues, a la vista de esto último que digo, tal vez haya que entrar en otro terreno para analizar las razones de tan sonoras broncas a los jugadores negros de la selección inglesa. Y ese solar no es otro que el de la constante y violenta provocación -a la que la connivencia del árbitro puso la guinda- que los futbolistas británicos pusieron en práctica en cuanto se vieron superados por nuestros jugadores en todos los niveles. El público del Bernabéu, harto de ver volar por los aires y rodar por los suelos a los nuestros, tiró por la calle del medio y retomó el hilo del conflicto que venían manteniendo Aragonés y la prensa británica, para atacar donde más daño podía hacer, esto es, pitando e insultando a los jugadores negros de la selección de Su Graciosa Majestad.
Un partido de fútbol es sudor, fuerza, pasión, vehemencia y entusiasmo; y no sólo entre los jugadores, también entre el público que acude a presenciar el espectáculo al estadio. A esas temperaturas ambientales, con la tensión acumulada por la emoción y la presión, todos, jugadores y público, dicen auténticas barbaridades, pero que han de quedar circunscritas al ámbito en el que se producen, es decir, el estadio. La violencia verbal en un marco como ése, es tan efímera en nuestra memoria y en nuestro espíritu, como la figura y el recuerdo del octavo rey godo. Además, quien no haya dicho cosas en caliente de las que luego se haya arrepentido, que tire la primera piedra.
Es tan sencillo como lo explico, pero para la prensa inglesa y para los políticos oportunitas -de dentro y fuera de nuestras fronteras- este tipo de acontecimientos suponen un balón de oxígeno para sus tiradas por un lado y para sus ridículas apariciones públicas, por el otro.
Con el potente calificativo de racista -al igual que con otros tan mediáticos y tan destructivos como éste- se juega en muchas ocasiones de modo irreflexivo. Acusar a alguien de tal es muy sencillo, pues basta un pequeño e insignificante detalle que no debería tener la más mínima trascendencia, para crear una enorme bola de nieve que luego es muy difícil detener.
El racismo, una vez que ha anidado en el espíritu, es una actitud que se extiende en el tiempo y que termina por desembocar en un comportamiento de índole violento que rechaza por sistema y sin argumentos, a quien es distinto. Por contra, detalles o declaraciones coyunturales que tienen su origen en un recalentamiento circunstancial de nuestro ánimo no pueden considerarse, bajo mi punto de vista, como muestra de racismo y sobre todo, no deberían mover al escándalo público ni al escarnio de quien las profiere.
Lucio Decumio.
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