10 diciembre 2004

Imperator

Como creo que ya he comentado en otras ocasiones y gracias al extraordinario estilo narrador de Colleen McCullough, considero que conozco, al menos un poco, los usos y costumbres de la Antigua Roma tardo-republicana y pre-imperial.

Los volúmenes publicados por la escritora australiana, reflejan de un modo increíblemente gráfico y dinámico, el estilo de vida, los hábitos, las grandezas, las miserias, los altibajos, el personalísimo modo de entender la existencia y la pujanza de una sociedad que entendía como algo inevitable, su propia proyección hacia el exterior de sus fronteras como método para extender a otros pueblos su dominio, su poder, su cultura, su lengua y sus logros técnicos, jurídicos y administrativos.

Pero, con ser asombrosa la visión romana de la política como elemento dinamizador de la sociedad; de la cultura y del idioma como aglutinadores de la voluntad común; de las artes como expresión de la realidad circundante o de las ciencias como mecanismo de mejora y progreso, lo más sensacional desde mi punto de vista, es la absorción que de esos conceptos, hace el estamento militar. La misma organización, disciplina, orden, planificación y preparación que se observaba en todos los ámbitos antes reseñados, también se traslada al ejército, seguramente debido en buena parte, al hecho de que las carreras políticas de los prohombres de la época, no progresaban y no se entendían de no ir debidamente acompañadas por una brillante hoja de servicios militares.

Inciso al canto. Obviamente, Roma, a ojos de un observador del Siglo XXI que la quiera juzgar desde una óptica y unos valores actuales, tenía enormes defectos. Esclavitud a gran escala, sobornos y asesinatos como método para la consecución de objetivos políticos, guerras y conflictos por doquier, tanto en el interior como en el exterior, exterminio absoluto de los enemigos incluso en caso de rendición, expolio de las provincias conquistadas por parte de sus gobernadores, papel absolutamente marginal de la mujer en la vida pública y un largo etcétera que me tendría aquí hasta fin de año, si mi intención postrera fuera la enumeración de todo ello. Eso por un lado, que si me extendiera en detalles sobre el legado jurídico, político, científico o técnico que nos ha quedado de aquella sociedad, podría no terminar.

Inciso finalizado pues mi propósito era otro. Volviendo sobre mis apreciaciones acerca del mundo militar romano, en la etapa que se extiende entre el nacimiento y la violenta muerte de Julio César (100-45 A.C.), es preciso hacer constar que las invasiones romanas contra los pueblos vecinos y no tan cercanos, las incursiones bárbaras en la península itálica para intentar desarbolar el poder de Roma e incluso las mismas guerras civiles que en no pocas ocasiones asolaron el territorio romano, estaban a la orden del día.

Así que, para el alto patriciado romano, no era demasiado complicado hacerse con el deslumbrante expediente militar del que antes hablaba. Eso, si el interesado era mínimamente competente en el arte de la guerra, que en caso contrario, podía llevar al desastre a miles de hombres, como en no pocas ocasiones sucedió.

Pero me apartaré del juicio a los mediocres y me centraré en el de los más grandes, Julio César y Cayo Mario. Empezaré por éste último, por ser el primero en aparecer en la escena militar romana. Mario era itálico, no romano, aunque ello no le impidió alcanzar el consulado en siete ocasiones y llegar a ser, hasta la irrupción de su sobrino César años más tarde, el más grande general romano de la Historia. Lo fue porque hizo frente con absoluto éxito, a la amenaza más notable a la que se enfrentaba Roma desde los tiempos de Aníbal. La invasión de las hordas germánicas.

Mario ya era un fogueado cónsul-general de 50 años que se había destetado en mil escaramuzas en Hispania y el Norte de África preferentemente, cuando durante casi cuatro años y por mandato del Senado, hubo de trasladarse con sus legiones a la frontera italiana de los Alpes a la espera de la marea germánica. En ese espacio de tiempo, preparó el terreno, acondicionó las calzadas, estudió a su enemigo, infiltró espías entre sus tribus, puso a punto toda su maquinaria militar, entrenó y aleccionó a sus tropas metódicamente, memorizó los posibles escenarios para el enfrentamiento y cuando los salvajes llegaron a su altura y se negaron a volver grupas, aniquiló a más de un millón de ellos mientras que él perdía unos pocos cientos de legionarios. Mario luchó en una proporción de uno contra doce, pero todas las medidas previas adoptadas y citadas, unidas a sus extraordinarias dotes para el mando y sobre todo, a la íntima convicción de la superioridad moral y filosófica romana, obraron el milagro.

Julio César no le anduvo a la zaga. Había luchado ya en Asia Menor, en Grecia y en Hispania había sido gobernador. Con 40 años y 50.000 legionarios a sus espaldas que le adoraban como a un dios, conquistó en siete u ocho años toda la Galia, acabando con la vida de cerca de tres millones de guerreros pertenecientes a todas las tribus autóctonas. ¿Asombroso? Sí, pero no tanto, si se tiene en cuenta que las convicciones y las excelencias que adornaban la figura de Mario, en el perfil de César se multiplicaban hasta el infinito.

Y aunque no fue uno de los más grandes, no me resisto a notificar la hazaña de Lucio Licinio Lúculo, contemporáneo de ambos y a caballo entre ambas figuras. Destinado a Asia para enfrentarse al peligro parto que acechaba a la provincia romana de Asia Menor, Lúculo logró la que para mí es la proeza militar más sensacional de la que tengo crónica. Con un par de experimentadas legiones -unos 12.000 hombres- que llevaban varios años combatiendo en la zona, se enfrentó a 120.000 jinetes partos y armenios antes de entrar en la capital de este último reino. De nuevo, los enemigos de Roma entendieron que la desproporcionada superioridad numérica de la que disfrutaban, les garantizaría una aplastante victoria. Al cabo de unas horas de lucha, el ejército asiático había sido reducido a la nada, mientras que Licinio Lúculo contaba únicamente 14 bajas entre sus tropas.

En todos los casos, germanos y galos, pueblos por entonces anclados en formas de vida casi paleolíticas y partos y armenios, algo más avanzados pero no tanto, consideraron que la abrumadora supremacía en el número de soldados, así como la bravura de esos mismos guerreros, bastarían para aplastar a esos pocos millares de petulantes romanos. Pero no fue así y sufrieron, como queda mencionado, algunas de las más sangrientas derrotas que recuerda la historia militar humana.

Llegada la gran batalla, el gran conflicto de tu vida, aquel en el que tus enemigos te acorralan, te superan numéricamente y cifran su éxito en esa desproporción de guarismos, en su sed de venganza y en su desorganizada voracidad, no es tanto su número y su vesania, como tu temple, tu voluntad, tu genio, tu preparación o tu sabiduría para hacerles frente. Si a todo ello añades una inquebrantable fe en tus convicciones y en tus ideas, una confianza ciega en la supremacía del trabajo bien hecho y una veteranía y una experiencia dilatada en mil batallas previas, el éxito está casi garantizado. Los desorganizas y los desmantelas como a un castillo de naipes.

Mi más sincera felicitación al ex-Presidente del Gobierno por su maratoniana intervención en la comisión parlamentaria que investiga el 11-M y el modo en que la afrontó.

Por cierto, si a un etarra, a un terrorista islámico o a un delincuente común -preferentemente inmigrante- alguien le somente a un interrogatorio de 11 horas sin solución de continuidad, ¿cuántas voces nacionalistas o pseudo-progresistas habrían graznado contra semejante muestra de barbarie?

Lucio Decumio.


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