14 diciembre 2004

La vie en rose

Que me perdone mi admirada Edith Piaf, allá donde esté descansando, por hacerme con el título de su más célebre interpretación para utilizarla como encabezamiento de mi reflexión del día de hoy. Pero es que me viene muy bien, querida Edith.

A diario, llegan a nuestro conocimiento hambrunas, masacres, muerte, destrucción, dolor, aflicción, desastres y tormentos de todo tipo. Ante tal aluvión de desgracias, nuestro talante –seguramente como mecanismo de autodefensa- se endurece y se insensibiliza hasta contemplar el sufrimiento ajeno como algo lejano e inevitable, que en muchas ocasiones, ni siquiera mueve a un segundo de compasión o de piedad. Menos aún, a una reflexión sobre su superación, pues pocas veces se nos hace ver que muchos de quienes han sido zarandeados, han terminado por sortear con éxito la prueba y permanecen firmes tras la sacudida. En los tiempos que corren, el morbo y el interés están en el padecimiento, no en la derrota del mismo.

Así, cuando llegas a una determinada edad, que en mi caso se encuentra más o menos a mitad de camino entre las treinta y las cuarenta rotaciones en torno al Astro Rey, uno puede llegar a la aventurada conclusión de que ya lo ha visto todo, que lo ha vivido todo, que lo ha oído todo, que no hay hueco posible para la sorpresa, la conmoción o la admiración. Más, teniendo en cuenta la época que nos ha tocado vivir, en la que los medios de comunicación nos abordan y nos bombardean impíamente con todo tipo de sucesos y acontecimientos escabrosos, ya sean éstos reales o ficticios.

Pero no. No es así. Siempre queda en nuestra alma, en nuestra voluntad y en nuestro espíritu, un pequeño resquicio, un diminuto espacio que ni la realidad más severa, ni las propias vivencias personales, han sido capaces de rellenar. Así, ese endurecimiento del que hablaba, termina por ceder en el mismo instante en que te topas de frente con algo o alguien que te hace variar inmediatamente tu engreído sentido de la existencia, en el que como decía, podría parecer que se habían cerrado desde hacía tiempo, todas las puertas al asombro o al pasmo.

Y te das cuenta de que en tu ánimo, no sólo había una rendija por la que pudieran entrar y hacerse hueco el reconocimiento del temple ajeno o la distinción de la más pura valentía ante la cruel adversidad. Había miles de ellas.

Siempre hay alguien que ha vivido más que nosotros y que ha abierto y cerrado asombrosas y dolorosas etapas vitales a las que uno mismo ni tan siquiera ha llegado a asomarse. Siempre hay alguien que por azar o por destino, se cruza en nuestro devenir y nos muestra, con la más absoluta naturalidad y franqueza, mil y un rostros de la vida que apenas si hemos atisbado y ante los que sólo cabe encontrarse de frente para saber cuál sería nuestra reacción. Siempre hay alguien, en definitiva, que nos va a enseñar algo más, mucho más, por encima de aquello que nosotros ya sabemos y hemos experimentado.

Ese algo o alguien que en un momento nos asombra, nos deslumbra, nos descabalga de nuestro ensoberbecido transitar por la vida y nos devuelve a senderos de los que nunca debimos apartarnos, se le presentó a Lucio Decumio hace unas semanas, en forma de flor y en mitad de verdes y frondosos montes.

Una flor que observé resplandeciente y brillante como pocas. Una flor que a lo largo de su existencia, debió asombrar por su belleza y fortaleza, a cuantos transitaron los senderos a los que asomaba. Una flor que en la cumbre de su lozanía y frescura, a punto estuvo de marchitarse definitivamente y sin razón o causa aparente. Una flor que se enfrascó entonces en una lucha tan serena como vigorosa para derrotar a la adversidad y continuar erguida y esplendorosa. Una flor que no se resignó a dejar de contemplar auroras y crepúsculos, albas y ocasos. Una flor que durante aquel singular combate por permanecer unida a los tallos que la alimentaban y la alentaban, perdió algunos pétalos. Pero una flor que en último término, acabó luciendo con más hermosura si cabe, sobre aquélla por la que previamente se distinguiera.

Sin embargo, hay ocasiones en que la propia Naturaleza debe sentir envidia de la belleza a la que ella misma da forma y moldea. Como si fuera víctima de un vengativo maleficio o de de un desventurado encantamiento, me consta que la flor vuelve al campo de batalla para librar un nuevo duelo en el que habrá de demostrar su destreza y su constancia contra la desdicha, provista únicamente de la savia de su encanto y la firmeza de su espíritu.

Y saldrá de nuevo reluciente y triunfadora, pues es su destino.

Mi más cariñoso recuerdo y mi más sincero aliento para tan bella flor.

Lucio Decumio.


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