Mis más irredentos lectores encontrarán un más que casual parecido entre el título de mi narración del día de hoy y los encabezamientos de dos de mis más recientes intervenciones. Efectivamente, no es casual, sino un refrito de urgencia entre los dos titulares citados.
Todo ello, debido a que, repentinamente y sin saber muy bien el porqué, me ha asaltado el recuerdo de una curiosa y algo rocambolesca historia que hace no mucho tiempo, me narraron algunos de mis familiares de mayor edad.
Con las lógicas reservas acerca de la cronología de los hechos, pero con la convicción y la certeza en torno a la veracidad de los acontecimientos, iniciaré mi pequeño relato.
Debía transcurrir el año 1925, aproximadamente. Los felices años 20 del otro lado del Atlántico y de alguna que otra capital europea, eran duros y ásperos como el pedernal en la mayor parte de España, con especial incidencia en las zonas rurales más remotas y apartadas de las urbes capitalinas. Entre ellas, la pequeña villa abulense a la que ya he hecho mención en otras ocasiones y en la que vieron la luz, las raíces maternas de Lucio Decumio.
Por aquel entonces, el abuelo de Lucio Decumio, Lucio Hipólito Decumio para más señas, un humilde agricultor y ganadero de la mencionada localidad, se había hecho a las praderas de la Sierra de Gredos con la intención de cumplir puntualmente con sus obligaciones pastoriles, que no pastorales, ojo. Le acompañaban varios naturales de la villa, familiares y amigos, fundamentalmente. Tras varias jornadas haciéndose cargo de sus reses y alimentándose de las pocas viandas con que habían pertrechado sus respectivos zurrones, el global de los pastores acordó introducir algunas modificaciones en el tedioso menú que a diario ingerían -que no diferiría demasiado del integrado por unos mendrugos de pan duro, algo de tocino y un poco de queso de oveja- y descendieron algunas lomas hasta dar con un riachuelo en el que poder pescar algunas truchas.
Todos se transmutaron en improvisados pescadores, salvo Lucio Hipólito Decumio, que de común acuerdo, quedó durante unas horas al cuidado exclusivo de todo el ganado vacuno. Transcurrieron las horas y ante la prolongada ausencia del resto del grupo y los embates del hambre, Lucio Hipólito Decumio se introdujo en un refugio cercano en el que encontró algunas tiras de carne de vacuno desecadas y en salazón. Como digo, el hambre y la demora de las ansiadas truchas en su cita con el almuerzo de mi abuelo, terminaron por obligarle a engullir varias de las mencionadas tiras. La salobridad de las mismas hubo de dejar sediento al entonces joven pastor pues acto seguido, ingirió grandes cantidades de agua.
El pobre hombre no sabía la que se le iba a venir encima. A los pocos minutos, el agua empezó a actuar como dilatador de los alimentos previamente consumidos, de tal manera que éstos iniciaron un preocupante proceso de desarrollo volumétrico en las entrañas de mi añorado abuelo, hasta que aquellas inofensivas tiras de carne reseca y en salazón, por el simple efecto de su contacto con el agua, amenazaron seriamente con hacer volar por los aires las vísceras del incauto pastor.
Al poco, los improvisados pescadores de la mañana se hicieron llegar hasta donde se encontraba el impaciente y solitario comensal, convertido en esos instantes en un gramófono de alaridos, quejidos, lamentos y retortijones.
Alarmados ante la grave situación y en medio de la nada, algunos decidieron salir apresuradamente en busca de ayuda. Y gracias a Dios, la encontraron cercana. Una numerosa montería, formada por lo que parecían nobles y aristócratas, surcaba esa misma mañana la serranía abulense, en busca del solaz y las emociones que les procuraba la caza mayor del lugar. Y a ellos se dirigieron los asustados pastores en busca de auxilio. Asombrosamente, entre aquel considerable cortejo, había varios médicos que raudos, acudieron al lugar en el que se encontraba Lucio Hipólito Decumio. Tras la administración de varias medicinas y algunos cuidados que por su marcado carácter rudimentario y elemental soslayaré, mi abuelo recuperó la presencia de ánimo y sobre todo, la salud tan gravemente amenazada sólo unos minutos antes.
El resto del séquito pareció llegar durante los momentos en que los médicos aún luchaban a brazo partido por devolver al bueno de mi abuelo al mundo de los vivos. Durante algunos minutos que hubieron de parecer horas y por orden expresa del integrante de mayor rango de aquella comitiva, nadie se marchó de allí hasta que aquel humilde pastor estuvo fuera de peligro.
Al reemprender la marcha, algunos de los integrantes de aquel grupo de cazadores se dirigieron a la autoridad antes citada, pero bajo el exclusivo tratamiento de "Su Majestad", dato por el que los modestos agricultores y ganaderos que se habían visto en tan aventurado imponderable, reconocieron a su benefactor, despidiéndole con gritos de "Viva el Rey Alfonso XIII".
Lucio Decumio.
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