En virtud de una serie de problemas de índole laboral que han terminado por adelantar -y darles carácter indefinido- mis vacaciones veraniegas, llevaba varios días sin abrir mi ventana cibernética y empezaba a echar de menos el sonido del martilleo de mis dedos oprimiendo las teclas de mi PC.
Pero ya estoy de nuevo por aquí dispuesto a acudir puntual a la cita que conmigo mismo, tengo desde hace cerca de un año en este modesto espacio. Si algo he aprendido en los últimos tiempos, pero particularmente en este último año, que como antes apuntaba, es en el que con más interés me he empleado a la hora de redactar reflexiones de todo tipo, es que ante cualquier acontecimiento, eventualidad o noticia, conviene esperar unos días, tal vez unas semanas y valorarlo posteriormente con la perspectiva, la transparencia y la tranquilidad que confiere el paso del tiempo.
Por ello y aunque algunos de los ojos que recorren este texto ahora mismo hayan adquirido el volumen y las proporciones de un balón de playa debido a la sorpresa y a lo inesperado de mi primera afirmación, aún no quiero entrar a describir las circunstancias, las causas y los motivos que desde mi punto de vista, han ocasionado que mis huesos hayan tenido que estrellarse contra el frío y duro terrazo de las oficinas del INEM, de los Juzgados de lo Social, de las indemnizaciones por despido improcedente y de mil gaitas más en las que jamás pensé que me vería envuelto, pero en las que para mi infortunio, ahora me veo enzarzado.
No es mi intención crear una atmósfera de tensión y de interés entre mi auditorio, con el fin de que caigan en la ansiedad de saber qué ocurrirá en el próximo episodio. Las cosas no son tan importantes y menos las que me suceden a mí, así que insisto en lo de la perspectiva y el tiempo. Ahora mismo, después del golpe y aún dolorido, es pronto para ponerse manos a la obra, pero quiero aprovechar la presencia de testigos para prometerme desde aquí, que lo haré en breve plazo. Afilaré la pluma pues.
En estos días también han sucedido un montón de cosas. Zapatero ha seguido bajándose los pantalones por doquier, aunque tales acontecimientos hayan dejado de ser noticia para convertirse en desesperante rutina, mientras Irak aborda las últimas jornadas previas a la transferencia del poder a las autoridades locales, algo por lo que la progresía y la intelectualidad que nos intenta lobotomizar, reza para que no se consume, pues muchos de los proyectiles demagógicos utilizados hasta la fecha, quedarían definitivamente desactivados.
Pero tampoco tengo ganas de extenderme en consideraciones políticas, algo de lo que me he empachado -y es posible que haya empachado también- durante las últimas intervenciones, aunque lo de la entrega del poder a los iraquíes el 30 de Junio, me sirva para enlazar con otro acontecimiento tan reciente como triste. Me refiero al profético chiste que circuló antes del domingo por todos los buzones de correo electrónico de España, en el que se advertía de que Zapatero había ordenado el regreso inmediato de nuestros futbolistas destacados en Portugal, antes del citado 30 de Junio.
Profético como digo y agorero también, fue el chascarrillo de marras. No falla, cada dos años, ya sea Eurocopa, ya sea Mundial, los irredentos aficionados al fútbol tenemos una cita ineludible con la cara de tontos que se nos queda cuando después de miles de ilusiones acumuladas en torno al equipo que hemos llevado al certamen de turno, a aquél se le encogen las piernas en los momentos críticos, le abandona la suerte o le atraca un árbitro musulmán e infiel que pasaba por allí y ha de volverse a España con el rabo entre las piernas y con otra oportunidad desaprovechada, rebosando el zurrón de los fracasos.
El caso es que, tras estos fiascos, siempre se enjuicia duramente la labor del seleccionador y curiosamente, siempre con el agua del río desperdigada ya en la inmensidad del mar. Los periodistas y los aficionados lo tienen muy sencillo, especialmente los primeros. Si el seleccionador no alinea a los que dice la Prensa y luego pierde el partido, Sáez o el que sea, es culpable de un delito de lesa majestad por no haber hecho caso a los sacrosantos augures que cubren informativamente el acontecimiento. Pero si los alinea y pierde, también le cazan por el ángulo inverso y le declaran falto de personalidad y de criterio propio por haberse dejado llevar por las corrientes de opinión.
Y así siempre. La redactores deportivos son un hatajo de cobardes revanchistas, hienas que siempre llevan las de ganar, pues esperan a los hechos consumados para emitir el juicio inverso, independientemente del resultado. En cuanto vienen mal dadas, saltan del barco como ratas, aunque segundos antes, defendieran a muerte a su capitán. Muy triste.
En cuanto a los aficionados, ésa chusma manejable y manipulable entre la que no me cuento, gracias a mi gran sentido crítico, cae siempre en las mismas y repetidas simplificaciones. Que cobran mucho y que si cobraran menos, correrían más; que son unos vagos y unos niños ricos y mimados a los que habría que fustigar con un látigo; que el entrenador debería haber puesto a Pascual en lugar de Torcual. Palabrería tabernera.
Debemos afrontar los hechos. España ha tenido, tiene y tendrá grandes jugadores, pero carece de tradición ganadora en los grandes torneos y eso es lo que realmente pesa y no otra cosa. Al igual que un equipo grande sale muchas veces adelante gracias al invisible impulso de su historia gloriosa, de su propio pasado victorioso, a nosotros nos pesan y el fatalismo y la desgracia que nos han acompañado tradicionalmente en este tipo de torneos. Y hasta que no atravesemos ese muro invisible de infortunio que nos separa del éxito, nada podremos hacer. Cambiaremos de seleccionador diez veces, de jugadores cien, ya podrán ir los mejores futbolistas del planeta enfundados en la elástica nacional, que como en el ánimo siga instalado el lastre de la desventura, la calamidad y la derrota, nada se podrá hacer.
En este tipo de competiciones, las camisetas y la historia que está detrás de ellas, muchas veces ganan más partidos y más puntos que la calidad de sus propios futbolistas. Se lo pueden preguntar a Italia o a Alemania, que aunque hayan salido malparadas esta vez, casi siempre suele ser al contrario. Y qué decir de Brasil o de Argentina. Los jugadores de estas selecciones que juegan en cada torneo son distintos a los de hace 20, 30 ó 50 años, pero los triunfos de sus padres y de sus abuelos están entretejidos en el nylon de las camisetas y en la piel de las botas Aimar, Ronaldo, Ballack o Totti. Es un valor añadido que saben que portan y por el que actúan en consecuencia.
Y Villar dimisión. Todo el mundo pide las cabezas de los seleccionadores españoles, pero nadie la de quien los nombra.
Lucio Decumio.
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