Desde que tengo uso de razón, he sentido siempre una particular aversión hacia el cine español y hacia todas las creaciones que desde hace treinta años, ha ido dando a luz. Los primeros largometrajes españoles de cuyo visionado tengo conciencia, estaban trufados de personajillos tópicos y mugrientos que se dejaban la piel y la dignidad por el inofensivo ósculo en la mejilla que le propinara alguna sueca o británica de piel de alabastro ungida por nuestro sol abrasador. O eso, o un paleto con gallina y embutidos al hombro, que llega desde el pueblo a la gran ciudad y que sirve como eje argumental para poner en contraste las diferencias entre la vida urbana y rural. Absurdas todas ellas.
Escasas películas rodadas en los años 50, 60 y 70 se libran, a mi juicio, de la quema. "Atraco a las tres", "La cabina" o la inigualable "Bienvenido Mister Marshall" son las únicas que me vienen a la memoria en este instante. Desgraciadamente, las cosas no mejoraron a partir del advenimiento de la democracia. A finales de los 70 y a principios de los 80 proliferaron hasta la náusea, largometrajes cuyo único valor añadido era la presencia en el celuloide, de algunas de las actrices y cantantes más renombradas de la época con sus senos al aire. Los guiones eran inexistentes, los argumentos absurdos y se aparcaba cualquier apuesta por el buen gusto, el ingenio y la creatividad, en favor del beneficio comercial inmediato. Ramplonería y vulgaridad a espuertas, pero el libre mercado mandaba.
Cuando Pajares, Esteso y toda aquella caterva de fracasados declinó, empezó a brillar la estrella de José Luis Garci, ese tipo de voz ronca a quien actualmente, todos los imitadores y humoristas televisivos le hacen un hueco entre sus parodias. Logró algo absolutamente anómalo en nuestra industria cinematográfica, como fue ganar un Oscar -éste sin tilde- en 1983, gracias a una película de buena factura y de fuerte carga emocional, pero insufriblemente aburrida, tal y como todas las que ha despachado, antes o después, el citado director madrileño.
Pronto descolló Almodóvar. Toda la progresía nacional se puso pronto del lado del director manchego, al que se le alababa su creatividad, espontaneidad y colorismo. Obsérvese que siempre se habla de él como "el director manchego" y jamás de "el director nacido en Calzada de Calatrava, provincia de Ciudad Real", localidad ésta última por cierto, donde este individuo de voz aflautada y ademanes manifiestamente afeminados, no puede entrar sin arriesgarse a ser recibido a pedrada limpia.
Sólo he visto una película dirigida por Pedro Almodóvar en toda mi vida; "Mujeres al borde de un ataque de nervios". Acabé tan harto de aquella descabellada elegía al mal gusto, a la zafiedad y a la grosería, que se me quitaron de por vida las ganas de volver a ver ninguna otra cinta dirigida por este realizador. Y hasta la fecha, así he seguido.
Sólo la irrupción de Amenábar ha dinamizado un poco el triste panorama de nuestro cine. Reconozco que me resultan brillantes obras suyas como "Abre los ojos" o "Los otros" y que ante la posibilidad de acudir a contemplar una película dirigida por este chaval, no siento el rechazo y el desdén que habitualmente, experimento ante las obras del resto de directores nacionales.
Pese a ello, no acaban de hacer su aparición directores, guionistas y actores que verdaderamente, nos hagan acudir en masa a las salas a contemplar sus creaciones. Y no aparecen, porque el cine español está en manos de unos cuantos apesebrados que se han acostumbrado a vivir de las ubres estatales y de las subvenciones a fondo perdido de que les suele proveer el Ministerio de Cultura. Como es dinero que les llueve simplemente por ser quienes son y por haberse constituido en un ariete político e ideológico de la izquierda nacional, el esfuerzo creador e imaginativo se reduce por debajo del mínimo exigible.
Cristalino resulta. La obtención y el gasto de estos fondos que reciben del Ministerio, no implica riesgo alguno para sus creadores, ni tampoco compromiso de devolución a través de los resultados obtenidos. Así, la inmensa mayoría de los directores y actores españoles son conscientes de que aunque les salga un bodrio que nadie quiera ir a ver, tienen asegurado un nuevo y multimillonario estipendio a cuenta de las arcas del Estado para una próxima ocasión.
A este respecto yo me pregunto: ¿cuántas subvenciones o ayudas recibieron en su vida Delibes, Cela, Tapiés, Dalí o Picasso, para sacar a la luz sus pinturas, novelas o esculturas? ¿Cuántas ayudas del Estado reciben las miles de empresas que sufren pérdidas en sus cuentas de resultados y que tienen que cerrar por falta de ventas?
A todo ello hay que añadir esa bazofia anual que es la gala de entrega de los Goya -qué flaco favor le han hecho al más reputado artista de nuestra Historia estos descerebrados poniéndole su glorioso apellido a tan patético acontecimiento- que sólo es la plasmación gráfica, en una sola noche, de las miserias de nuestro cine. La tosquedad, el sectarismo, la chabacanería y la mala educación que presidieron las galas de 2003, plagada de titiriteros empapelados con pegatinas y envueltos en consignas de "No a la guerra" y la de 2004, en la que se insultó consciente y atravesadamente a las víctimas del terrorismo de ETA en favor de ese filo-batasuno que es Julio Médem, han terminado por quitar las ganas de acudir a las salas a ver cine español a cientos de miles de compatriotas que se sintieron y se sienten gravemente ofendidos por las bufonadas congestionadas de odio y de proselitismo de los Bardemes, los Toledos, las Paredes y los Almodóvares.
Luego, se extrañan de que los espectadores les den la espalda y de que respondan acudiendo 8 de cada 10 veces que van al cine, a ver películas de origen anglosajón y sólo una vez, a visionar una cinta española. Y las soluciones que proponen para reducir tan abismal diferencia de pareceres y de gustos entre los consumidores de cine, es digna de su propio sectarismo y de su cosmovisión totalitaria de la sociedad en la que viven. Que los espectadores paguen un recargo por entrar a ver la tercera parte de Spiderman o la nueva película de Angelina Jolie o de Hugh Grant, es su brillante propuesta. Es decir, multar al cliente, al consumidor, al espectador, por comprar y gastar su dinero en aquello que le da la real gana y no en aquello que espera y que le exige la "nomenklatura" cultural.
Prototípico de la izquierda y de sus representantes políticos o culturales. La misma libertad que exigen para proferir cualquier rebuzno, graznido o ladrido politizado en la gala de los Goya o en cualquier otro lugar, es la misma que niegan a los espectadores para que éstos elijan qué es lo que prefieren ver.
¿Quiénes son los totalitarios en España, sino ellos?
Lucio Decumio.
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