Momentos como los recientemente vividos antes, durante y después del enlace entre el Príncipe de Asturias y Letizia Ortiz, sirven para magnificar y amplificar el afecto y el cariño que la mayoría del pueblo español le profesa a la Institución Monárquica, así como para elevar el tono de las críticas de los detractores de la misma.
Esa gran mayoría que siente como cercana y propia la Monarquía encarnada en la actualidad por Don Juan Carlos y Doña Sofía y la interpreta como un símbolo de unidad y permanencia de la patria común de todos los españoles, vio reforzada esa afección a la misma gracias a la boda del Príncipe de Asturias, pues contemplaba los esponsales reales como garantía de continuidad dinástica y sobre todo, de estabilidad institucional.
Sin embargo, no son pocos quienes de un tiempo a esta parte, entienden la pervivencia de la Monarquía como un síntoma de enquistamiento político en modelos de estructuración social anacrónicos. Es una interpretación respetable, aunque no compartida por este humilde redactor.
Quienes se oponen a la existencia de una Monarquía como la que actualmente representa la Jefatura del Estado, exponen una serie de argumentos en contra que considero en sintonía con corrientes desestabilizadoras y tendentes a la expansión del pensamiento débil y acrítico entre la opinión pública menos preparada. Razonamientos estrictamente utilitaristas, como que la figura del Rey de España es inútil o que supone un gasto excesivo para las arcas del Estado son tan fácilmente rebatibles que ni tan siquiera me detendré en ello. Y hay otros algo más etéreos, como el anacronismo que para los maldicientes supone la continuidad de la propia Institución en unos tiempos tan dinámicos y cambiantes como los actuales, pero que es aún más endeble y absurdo que los anteriores.
Una nación es una historia común. De vivencias, de personas, de conflictos, de acuerdos, de empresas y de aventuras, pero también de mitos y leyendas y sobre todo, de símbolos. La Monarquía encarna esto último; el símbolo de la unidad y la permanencia en el tiempo de la patria española, más allá de las personas que la integran en un momento dado y más allá de cualquier imponderable temporal.
Los conceptos de bonanza, prosperidad, estabilidad, paz, bienaventuranza, fortaleza y progreso han sido para España y los españoles desde 1975, indisociables compañeros de viaje en el transitar de los últimos 30 años, con los lógicos altibajos motivados por muy distintas circunstancias que desde unos ámbitos u otros, trataron sin éxito de cercenar tan próspero devenir.
Y si alguien quiere entender este proceso de tres decenios de ininterrumpido avance económico, político y social de los españoles, tendrá que recurrir invariablemente a la figura de Don Juan Carlos y a la Monarquía en él personificada para entender en toda su plenitud, tamaño salto cualitativo y cuantitativo de nuestro país.
Los españoles le debemos a este hombre grandullón y honorable mucho más de lo que creemos y en no pocos casos, más de lo que muchos quisieran. La memoria es débil cuando se trata de recordar y de agradecer los esfuerzos que otros hicieron por nosotros, una vez que nos encontramos cómodamente instalados en el bienestar y la holgura.
Pero fue el empeño, la mano izquierda y el buen hacer de un joven que apenas contaba con 32 años cuando fue nombrado por Franco como su sucesor en la Jefatura del Estado, el que con el paso del tiempo y con la elección de las personas adecuadas para llevar a cabo un drástico cambio en las estructuras políticas de nuestro país, modificó el perfil social, político y económico de una nación que vivió una de las mayores encrucijadas de su Historia tras la muerte del dictador.
Su Majestad el Rey, capitaneó con inteligencia, tacto y diplomacia, un proceso que bullía en su cerebro desde 1969 y que desembocó en el referéndum para la Reforma Política de 1976, las Elecciones Generales de 1977 y el verdadero punto de inflexión de todo el proceso de la transición: la aprobación de la Constitución de 1978.
Si esto no fuera suficiente para los detractores de su figura y de la Institución, es obligado recordar su majestuosa y decisiva intervención para abortar el intento involucionista de Golpe de Estado de 1981. Y su imagen campechana, vivaz, dinámica, moderna y comprometida con su país y con su pueblo, ha abierto tantas puertas políticas y económicas, que la valoración de su impacto a estos dos niveles es prácticamente imposible de realizar.
Aunque quisiéramos olvidar sus méritos anteriores, sólo por esto último está pagado su sueldo, está justificada su labor como Jefe del Estado y queda refutado su supuesto anacronismo.
Confío, deseo y espero en que llegado el momento, su hijo sabrá estar a la altura y continuar con la labor iniciada por el padre.
Lucio Decumio.
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