Los mares de injusticia global han vuelto a encresparse durante los últimos días para revolverse con desmedida furia contra las impías costas de las democracias capitalistas que, como todos sospechamos, son el origen de tan tempestuosas manifestaciones. Empezando por el tornado islamista que devastó Londres, en la forma tan parecido al que arrasó Madrid, pero en el fondo tan diferente, sobre todo en cuanto a las reacciones políticas que subsiguieron al drama británico, hemos contemplado cuatro o cinco días enormemente agitados; fuerte oleaje en el Cantábrico en forma de atentados etarras en el País Vasco, marejada a fuerte marejada en el Mediterráneo Occidental bajo la silueta de agresiones anarquistas en Barcelona y ciclones desbocados en el extremo oriental del Mare Nostrum que se han llevado por delante la vida de dos personas y han herido a decenas de ellas en Israel. De Iraq ni hablo, pues desde hace meses se encuentra situado en el ojo del huracán y parece no llegar el día en que salga de tan peligrosa espiral.
Al respecto de esta escalada global del chantaje terrorista, cuya cabeza más visible y sanguinaria es el radicalismo islámico, alguien de cierta relevancia política y social cuyo nombre no recuerdo, ha manifestado recientemente que las sociedades occidentales tendrán que acostumbrarse a convivir con este azote durante largo tiempo. Centrándome exclusivamente en el terrorismo de turbante y chilaba, diré que será difícil, muy difícil tratar de llevar una vida normal, serena y próspera cuando desde las peores y más rancias teocracias del planeta, no se va a dejar de invitar con denuedo a sus súbditos para que prosigan y redoblen esa odiosa rebelión contra Occidente, que se escuda fundamentalmente en la falacia de que las paupérrimas condiciones de vida que padecen casi todos los países de mayoritaria confesión mahometana, tienen su raíz en la presión que la avaricia capitalista ejerce sobre ellos.
Pero es cierto. Habrá que coexistir con esa permanente amenaza hasta que se haya eliminado el verdadero semillero a partir del que crece como la hidra, el terrorismo islámico. La falta de libertad, la conculcación de los más elementales derechos humanos y sobre todo, esa asfixiante tenaza político-religiosa que rige los destinos de la casi totalidad del mundo árabe y que se encarga de mantener en la miseria moral, intelectual y material a millones de seres humanos a los que resulta más fácil seducir para que se autoinmolen en Bagdad, Londres, Madrid, Nueva York o la próxima, que abrirles paso a la democracia y a la libertad en sus propias naciones.
Sin embargo, aun siendo muy complicado que nos podamos habituar a tanta perfidia ciega y criminal, más difícil resultará convivir con aquellos que se empeñan en darle la razón a tiranos, déspotas y autócratas y que buscan el origen a tan horrendos crímenes dentro de las mismas sociedades que les concedieron la oportunidad de crecer en paz y libertad. Más daño hacen estos últimos con su entreguismo, su claudicación y esas llamadas a la autoinculpación y a la postración ante aquellos que nos quieren matar por lo que somos y por lo que significamos, que no las propias acciones terroristas que se llevan por delante a una, diez o cien personas inocentes.
Si de verdad la causa de tanta sordidez criminal se encontrara en la explotación capitalista de los países más pobres del globo, ¿porqué no hemos conocido manifestaciones terroristas indiscriminadas provenientes de docenas de países sudamericanos, asiáticos o subsaharianos que viven en peores condiciones que los islámicos?
Que nadie se llame a engaño. Si no hubiera habido una Palestina en conflicto con Israel o una intervención en Iraq encabezada por los Estados Unidos, ya habrían encontrado los asesinos y sus caudillos, así como los mezquinos y los débiles de espíritu, otras excusas tras las que parapetar y disculpar los trenes, los autobuses y los rascacielos volando por los aires.
Por desgracia, estamos ante un enfrentamiento de civilizaciones, de dos cosmovisiones del mundo. Una, que defiende la libertad del individuo y su crecimiento personal y material en una atmósfera de respeto a sus derechos intrínsecos como ser humano y otra que niega violentamente todo lo anterior, tanto en sus lugares de origen como allá donde se desplaza o tiene presencia.
Y para desgracia de España, tenemos un Presidente empeñado en abrazarse con la segunda sin que ésta tenga intención de renunciar o eliminar de su matriz tan abominables principios.
Lucio Decumio.
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