27 septiembre 2005

Campeón

Ahora que caigo en la cuenta, me percato de que hace muchísimas semanas, seguramente demasiados meses, que no me tomo un respiro a la hora de escribir sobre política y políticos. Llegados a este punto, hasta yo mismo me noto espeso y cansado a ese respecto.

Aunque lo cierto es que me gusta dedicar mi tiempo a escribir acerca de ese tipo de asuntos. Independientemente de que lo haga bien o mal, guste o no, tenga más o menos repercusión lo que yo diga, a mí me resulta muy gratificante el hecho de estar permanentemente en estado de alerta en torno a la evolución de los acontecimientos partidistas y parlamentarios en España.

Sin embargo, el aluvión informativo termina por asfixiar el espíritu y el ánimo del más pintado, que por otra parte, no soy yo; así que por un día, quiero acabar con el empacho personal que me produce tanta necedad, incompetencia y perfidia reunidas en torno a reformas estatutarias inconstitucionales, negociaciones con asesinos, desaires gubernamentales a las víctimas del terrorismo, soterrados e inquietantes enigmas sobre el 11-M que asoman poco a poco a la luz de las investigaciones periodísticas, gestión lamentable de patrimonios medioambientales, memorias históricas, alianzas de civilizaciones o estentóreos rugidos "esquerristas" que llaman a la confrontación civil.

Hoy no. Lo dicho. Hoy exhalo un bufido de alivio y aunque cerraré con una conclusión que mezclará ironía política y resultados deportivos, me dedicaré a enfrentar el resultado deportivo más notable del deporte nacional en los últimos años y a su protagonista, con quien esta noche soslayará su vieja pretensión de volar más alto que miles de analistas políticos y periodistas con mejor currículum que él.

Hablo, lógicamente del Campeonato del Mundo de Fórmula 1 que acaba de conquistar Fernando Alonso y también hablo de mí.

Debo reconocer que siento muchísima envidia y no diré que sana -pues por más que se insista, ambos conceptos son tan contradictorios que tratar de darles un significado conjunto resulta patético- por el formidable resultado que acaba de conseguir un chaval de tan sólo 24 años.

Aún me recuerdo con 24 años. Trabajaba como becario sobreexplotado en un diario nacional y mis expectativas profesionales pasaban por obtener la mayor carga de experiencia posible en aquel recóndito lugar, para más tarde, dar con mis huesos en mejores y más brillantes esferas laborales. Aún me quedaba un año para concluir la carrera y todavía no había puesto un pie fuera de España, ni tan siquiera de la Península. Pasaré de largo acerca de mi entonces, raquítico bagaje con el sexo opuesto, pues el sonrojo y el oprobio no me permitirían continuar más allá de esta misma línea. En resumidas cuentas y para concluir y no extenderme, a mis 24 años, mi experiencia vital era del todo deplorable y lo que es peor, pasados 11 años, no ha mejorado sustancialmente.

Alguien me dirá que no debería comparar tan alegremente -tan tristemente, afirmaría yo- mis 24 años de 1994 con las 24 primaveras de Fernando Alonso en 2005. Al fin y al cabo, dirán mis críticos, prácticamente cualquier humano que confronte su trayectoria profesional y personal a esa edad con la del piloto asturiano, va a salir perdiendo. Y así es y no debo negarlo.

Sin embargo nadie aparece de la nada y con dos docenitas de años, se proclama Campeón del Mundo de Fórmula 1. Es obvio que hay un proceso, un largo y duro camino previo hasta llegar a la meta cosechada por el zagal. Y ese camino empezó a los tres años, cuando por primera vez, Fernando se subió a un "kart" y empezó a pisar a fondo el acelerador. De ahí, la ilusión y el capricho del mozalbete fueron calando en la figura de un padre que apostó decididamente por la carrera de su hijo. Bajo muy duras condiciones, aquel hombre se cubrió de sacrificios, recorrió enormes distancias para llevar a su hijo a competir en recónditos circuitos de España y de Europa y al final con 19 años, aquel crío se montó en un Fórmula 1 para alcanzar, pocos años después, la cima máxima del automovilismo mundial.

Naturalmente, no me recuerdo con tres años, pero lo que sí que puedo asegurar es que no hay ninguna foto de Lucio Decumio con un mono de piloto y un casco a punto de subirse a un diminuto monoplaza. Ni con tres, ni con cinco, ni con siete, ni con ninguna otra edad. Y tampoco las hay jugando con un balón, tratando de empuñar una raqueta, enfundado en un kimono o intentando subirse a una bicicleta.

Y no las hubo porque aunque parezca disparatado, mis padres siempre consideraron una pérdida de tiempo y de dinero, dedicar el ocio de sus hijos y sobre todo el suyo propio, a la práctica de cualquier deporte. Verdad es que mi perfil físico por aquellas fechas estaba notablemente alejado de los patrones de la agilidad y de la coordinación y que a la vista de ello, difícilmente mis padres podrían haber pensado que transcurridos los años, servidor hubiera sido capaz de jubilarles prematuramente en virtud de mis éxitos como futbolista, tenista o golfista.

Tristemente, en lugar de intentar ayudarme a invertir la tendencia, mis progenitores se entregaron con fruición a la tarea de hacerla aún más patente. A la reducida competencia física hubo que añadirle la apatía del padre del joven Lucio en cuanto a las apetencias deportivas de su vástago y por si eso fuera poco, el inveterado derrotismo de la madre al respecto de cualquier proyecto de futuro profesional relacionado con el deporte –y con cualquier otra disciplina-, se encargó de rematar al doliente.

A mis padres les debo todo y nunca podré agradecerles lo suficiente, su esfuerzo, su trabajo y su empeño por sacarnos adelante. Pero sin saberlo, ellos contrajeron un débito conmigo que desgraciadamente, jamás podrán abonarme. En un pequeño rincón, guardo la factura que corresponde al amargo cóctel de ilusiones y proyectos frustrados por su indiferencia e indolencia y que en los años de mi más tierna infancia, me obligaron a ingerir a espuertas.

Vaya, vaya. ¡¡Cuánto tiempo sin ejercer un poco de aliquebrada autocompasión y sin derramar unas pequeñas lágrimas por esa mala estrella que me corona de modo perpetuo!!

¡¡Y qué agridulce la sensación al volver a hacerlo!!

Echo el cierre. Al margen del formidable triunfo de Alonso, el fin de semana fue pródigo en acontecimientos deportivos de relieve. Nos salvamos del descenso en Copa Davis, mi Real Madrid pareció remontar definitivamente el vuelo en Vitoria y los éxitos deportivos nacionales se redondearon con la plata de Alejandro Valverde en el Mundial de Ciclismo de fondo en carretera. Lástima que la diosa Fortuna terminara aliándose en los últimos segundos de la semifinal del Campeonato de Europa de Baloncesto con ese formidable alero alemán con aspecto de protagonista de “Scooby-Doo” y que responde al nombre de Dirk Nowitzki, para apartarnos de una nueva final continental.

Aunque en vista de los acontecimientos políticos que envuelven a España en las últimas fechas, casi debo alegrarme de que no subiéramos al podio por cuarta vez consecutiva en el Campeonato de Europa. Las dos únicas selecciones que lo habían conseguido hasta la fecha respondieron en su día a los extintos nombres de U.R.S.S. y Yugoslavia. Lagarto, lagarto.

Lucio Decumio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No se quien será el pesado de extranjero que ofrece céntimos a euros y que invade blogs ajenos. Lucio, desde aqui mi apoyo, ante una biografía que es más común de lo que crees, y que es semilla de un futuro Club de la lucha. Por una féliz vuelta a las cavernas, donde nuestra máxima preocupación sea; ¿qué vamos a comer hoy?. Ante semejantes expectativas, la vida se simplifica,(y de que manera), sino que se lo digan a las dos terceras partes del mundo.
Gawayn.

Anónimo dijo...

Resulta desolador contemplar como nada más haber colgado el texto, aparecen cuatro comentarios mecanizados de unos guiris que obviamente, sólo pretenden estafar a los incautos y sacarse unos duros.

Si alguien lee esto y conoce un modo de neutralizar esta nueva versión de "spam", que me lo diga, que soy todo oídos.


L.D.