08 septiembre 2005

Asalto a las tres

Definitivamente, vivimos en un mundo injusto y arbitrario. El compromiso, la lealtad y la fidelidad a unos valores es una losa muy pesada para aquellos que creemos que en la vida siempre hay que ir de frente, únicamente armados con los estandartes de la verdad, la sinceridad y el respeto por los demás y por uno mismo.

Tal vez haya sido simplemente mala suerte. Quizás el hecho de criarme en un entorno familiar y personal donde las monedas de cambio eran la honestidad, la buena educación, la deferencia por los más mayores y la firme convicción de que el trabajo bien hecho otorga finalmente jugosos frutos de progreso, bienestar y respetabilidad social, haya terminado jugando en mi contra.

Y casi debería concluir que sí, vistas las lamentables –a mi juicio- circunstancias que en la actualidad rodean a España, lugar éste que se ha convertido en las últimas décadas en el paraíso donde crecen, florecen y arraigan titiriteros, ventajistas y traidores de todo pelaje y condición, que gracias a su impúdico descaro, al juego sucio y a las cartas marcadas, obtienen un sinfín de prebendas y bicocas, beneficios éstos que suelen ir acompañados por una buena carga de fama y reconocimiento públicos.

Mientras, quienes regulamos nuestro comportamiento a través criterios como las buenas maneras, la compostura, la urbanidad y asimismo, somos temerosos de las leyes que nos hemos otorgado, sólo obtenemos como rédito a nuestro ejemplar comportamiento, humillaciones y vejaciones, burlas y mofas.

La vulneración de las más elementales pautas de cortesía y decencia, que a mi entender deben conducir las relaciones entre los seres humanos con el fin de que aquéllas concluyan en un beneficio generalizado, vivió ayer uno de los episodios más esperpénticos y sórdidos que haya visto jamás. Y mira que en la España posterior al 11 de Marzo de 2004, hemos tenido la oportunidad de contemplar insolencias y groserías en cantidad suficiente como para haber quedado definitivamente vacunados ante tanta indecencia.

Madrugada del miércoles al jueves, puede que entre las 02.00 y las 03.00 AM. Tras un prolongado ejercicio de “zapping”, me topo de bruces con un espacio emitido por Tele 5 –qué emisora si no- y presentado por un tal Jordi no sé qué. Desde el plató del programa, este tipo de cara picada, escasas dotes verbales y reconocido sectarismo, da paso a una conexión exterior que de repente, sumerge al espectador en una escena tan grotesca como denunciable. Un volatinero de cabello artificiosamente largo y multicolor, asciende los peldaños de un edificio de apartamentos en Chueca, Madrid, gritando y gesticulando como una verdulera.

Repito, son entre las dos y las tres de la mañana, pero el citado feriante no se para en barras y aporrea la entrada de uno de los pisos, con tan mala suerte para el charlatán que una vecina, tan sobresaltada y metida en años como sobrada de agallas, abre atónita su puerta. El sacamuelas quiere hacer la gracia y apabulla a la pobre mujer con un torrente de estupideces propias de quien es y se comporta como un necio. Su deseo es que la venerable abuela le dé cancha durante unos minutos y adicionalmente, le compre un CD con la música del programa presentado por el tal Jordi, por el módico precio de 10€.

Sin embargo, el fullero no cuenta con que la respuesta de la mujer ante semejante asalto a su intimidad y a su tranquilidad, será la que realmente se merece. La abuelita le suelta un par de frescas, afeándole su actitud avasalladora y continuación, le ofrece como despedida un sonoro portazo en las narices.

Lejos de sentirse intimidado o avergonzado por su comportamiento, más cercano al de un saqueador que al de un presentador de televisión, el hombre de los cabellos arco iris y ojos inyectados en sustancias poco recomendables para la longevidad humana, sube hasta el siguiente descansillo y afanado como está en importunar a cuantos más vecinos mejor, vuelve a percutir sobre la puerta de otro de los inquilinos.

Esta vez quien abre es una chica joven. Su aspecto es el propio de quien acaba de levantarse de la cama, estremecido y asustado por una llamada tan a destiempo. Cuando entreabre, la pobre no puede dar crédito. Estoy seguro de que ante la estampa que se le aparece, tiene que llegar a pensar que todo eso no es real y que sólo se trata de un ocasional sobresalto onírico que dará paso a ensoñaciones menos desquiciantes. Pero no. Todo es real, muy real. El fulano le pregunta que con quién está y ella, aún adormecida y con el corazón palpitando muy por encima de la media, le dice que con su novio, que en ese instante se está duchando. Es la oportunidad que estaba esperando el tahúr, quien sin dar cuenta a nadie, allana la morada de la joven pareja y micrófono en ristre, se dirige hasta el cuarto de baño. Una vez allí, descorre las cortinas de la ducha para dejar con las posaderas al aire al pobre incauto que lo más que puede esperar en ese instante, es el abordaje de su novia para llevar a cabo determinados y resbaladizos rituales de apareamiento.

Apago la televisión y a oscuras, medito durante algunos minutos. ¿Cuánto cobrará el tal Jordi por urdir cada semana semejante insulto contra la inteligencia y el decoro? ¿A cuánto se paga en televisión y más concretamente en Tele 5, parnaso de la inmundicia creativa, olimpo de la mugre catódica, la sobrecarga de indigencia intelectual? ¿Qué coches, pisos o chalets no podrá comprarse el saltimbanqui que tras esa máscara de simpatía y cordialidad, a lo que realmente se dedica es a incordiar y a tomar el pelo a la gente de bien que se le pone por delante? ¿Realmente demanda la audiencia espacios tan alejados de la gentileza y el buen gusto?

Y una pregunta tan sencilla como demoledora ¿Es tan difícil hacer un buen programa de televisión sin caer en la chabacanería y en la falta de educación más flagrantes? Mi respuesta es que no, que no es tan complicado. Pero no sería políticamente tan rentable, sobre todo para aquellos que desean y buscan arrasar con cualquier espíritu crítico mediante la administración de innumerables sobredosis de la droga “todovale”.

Lucio Decumio.

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