Su Majestad el Rey Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, Rey de España.
Me sumo a la catarata de felicitaciones y elogios que ha recibido Su Majestad el Rey Don Juan Carlos, con motivo de su septuagésimo aniversario. Obviamente, no sólo lo hago por el hecho mismo del cumpleaños, sino por el significado intrínseco de que celebre sus primeros 70 años de vida, tras pasar 32 de ellos en el trono de España.
A mi juicio, el balance es realmente positivo. Su Majestad ha ejercido en múltiples ocasiones y de manera pulcra y entregada, el papel que tiene asignado en la Constitución, Constitución que por otra parte, existe en buena medida y es como es, gracias al papel que a su vez desempeñó el Monarca en los años previos a su aprobación, los que fueron desde la muerte de Francisco Franco, a la ratificación en referédum por todo el pueblo español, de su nueva Carta Magna.
Siempre salgo en defensa de la Monarquía. Cuando su figura es premeditadamente agredida por republicanos y nacionalistas, con el único fin de erosionar ante la opinión pública el significado más espiritual de la Corona, cual es el de simbolizar la unidad y permanencia de la Nación. También cuando se ponen en solfa sus funciones y atribuciones, haciéndolas aparecer como tareas superficiales y prescindibles para la vida pública nacional, mi respuesta es un posicionamiento firme y claro a favor de su dilatada labor de arbitrio nacional y de defensa e impecable representación de los intereses españoles en el exterior.
Muchos han sido los episodios en los que la Corona, representada por el Rey o por el Príncipe, ha ofrecido lo mejor de sí misma y ha encarnado la verdadera esencia y el verdadero estado de ánimo del pueblo español.
Sin embargo y dado que en el futuro, sobre todo en el más inmediato, habrá sobrados motivos para blandir de nuevo las espadas argumentales en favor de la Monarquía, hoy haré constar simplemente, los dos principales baldones que a mi juicio, jalonan la trayectoria de Don Juan Carlos como primer y gran Monarca constitucional de España.
La primera de ellas, se remonta a sus primeros pasos una vez entronizado y a los años posteriores y se trata, de su pública amistad, casi filial, con el anterior Rey de Marruecos, Hassan II. Particularmente, me incomodaron hasta la náusea, las infinitas muestras de afecto ofrecidas por el Rey de España hacia un personaje al que sólo le hacen justicia los atributos de traidor, sátrapa, dictador y tramposo.
Cuando en los años setenta y ochenta, fueron cientos los barcos pesqueros españoles apresados por las patrulleras marroquíes, muchas veces en aguas internacionales e incluso en aguas nacionales, eché en falta la teórica influencia de su amistad con el rey moro para detener aquella humillación constante de nuestros intereses y de nuestros pescadores. Pero políticamente, más pecaminoso fue su silente actitud y su falta de contundencia ante el traicionero desafío de Hassan, que terminó con la anexión del Sáhara -entonces, un tercio del territorio nacional- a Marruecos, aprovechando las dudas políticas y el vacío de poder generado tras la muerte de Franco.
El oprobio que supuso para España el episodio del Sáhara, así como los continuos desafíos a nuestra flota pesqueña en los años subsiguientes, deberían haber bastado para que las relaciones entre Su Majestad y Hassan II, no hubieran alcanzado jamás el irritante grado de complicidad al que llegaron.
Y la segunda y más reciente que debo criticarle a Su Majestad, no es otra que su silencio ante la aprobación de la Ley de Memoria Histórica, un documento rabiosamente revanchista, que vuelve a desterrar artificialmente los odios y las rencillas que originaron la Guerra Civil, que etiqueta a unos españoles como buenos y a otros como malos, que eleva a los altares a cientos de criminales republicanos e incluso etarras, que busca movilizar al electorado más radical del PSOE y de sus socios de cara a las inminentes Elecciones Generales y que pretende revestir a los actuales dirigentes socialistas, con la pátina de aguerridos combatientes antifranquistas que tanto vende entre las nuevas y analfabetas generaciones de jóvenes amamantados en las ubres de la Logse.
Pero al margen de todo ello, ya de por sí grave, la infanda Ley pergeñada y prologada por el mismísimo Zapatero, le retira de facto a Don Juan Carlos, la legitimidad de su nombramiento como Rey y heredero político de Franco y pone en entredicho todo el edificio construido por consenso durante la Transición y cuyo arquitecto principal fue el Monarca, al considerar a nuestro actual sistema democrático, como la prolongación natural con un impasse de setenta años, de la infausta, sangrienta y cainita II República y de su máxima y última expresión de odio, persecución y enfrentamiento entre españoles, el Frente Popular.
Lucio Decumio.
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