Odio llegar tarde a mis citas, aunque sólo sea por breves minutos. Mi tiempo es mío, pero el de los que esperan, es de ellos, así que procuro siempre estar en el lugar acordado a la hora convenida.
Sin embargo, no hay reproches por mi ligera tardanza, pues cada persona con la que me he citado, aún busca acomodo en un espacio acostumbrado a acoger estampas mucho más mecanizadas y menos humanas que la que ahora se presenta ante mí.
Una radiante estrella que se vence hacia Poniente y que advierte sobre las tórridas intenciones del verano que se avecina, arroja inmisericorde su inagotable energía sobre una multitud de viandantes que se han congregado en el cruce de dos calles del centro de Madrid con un único fin: caminar en la misma dirección.
La marcha es lenta, pero no triste; pausada, pero no pesada; firme, pero no iracunda; festiva, pero no vodevilesca.
En medio de un baño con olor, sabor y color a Nación, pero no a nacionalismo, el Sol y no el odio, es el encargado de enrojecer los rostros de miles de personas que claman justicia, mientras que las palabras y las consignas que discurren, destilan el ingenio de quien se sabe defensor deuna causa noble.
No hay altercados. No hay, ni puede, ni debe haberlos, aunque muchos quieran inventarlos y hasta provocarlos, pues todos, los cientos de miles de personas que nos hemos congregado, somos víctimas de aquello que más aborrecemos: la violencia y la sinrazón.
La tarde se apaga y el sofoco se mitiga. El gentío se dispersa en paz consigo mismo y con los demás, al tiempo que los ecos del clamor humano que pide decencia, hidalguía y lealtad a su Gobierno, se desvanecen con las últimas luces del día y con las primeras brisas de la noche. Sin embargo, de ese grito de millones de almas representadas por un millón, que el leve viento de Madrid se lleva hacia lugares ignotos, nos guardamos todos lospresentes y todos los que desearon pero no pudieron acudir, una copia inviolable en nuestra memoria.
No en mi nombre.
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