20 septiembre 2004

Camacho se marcha

Desde que el Presidente Rodríguez ascendiera al poder en el mes de Marzo, acompañado por un par de ineptas cohortes de reclutas y una legión de fogueados felipistas, la sucesión de patinazos, las demostraciones de ignorancia y el despliegue de ignominia perpetrados hasta la fecha han sido de tal calibre, que en la práctica, ellos y sus felonías han absorbido casi todo el tiempo y el espacio que le dedico a mis modestas reflexiones.

Pero hoy quiero hacer un aparte. La noticia de la dimisión de José Antonio Camacho como preparador de la primera plantilla del Real Madrid, ha sacudido cual terremoto nipón, taiwanés o persa, los cimientos de la más prestigiosa institución deportiva del mundo entero.

Bien saben mis lectores más asiduos, que no suelo entregarme a simplificaciones fáciles y de uso común en ninguno de los temas que trato en esta página. Y hoy tampoco va a ser una excepción. Por ello, pese al malestar que me embarga por la errática trayectoria de mi equipo, no caeré en los habituales tópicos que se dirigen con acidez, acritud, envidia y casi rencor, a las ganancias que perciben los futbolistas por hacer su trabajo, a las pocas horas que emplean en entrenar, a los viajes que realizan, al ritmo de vida que llevan o a la fama que los envuelve.

Todo ello -salarios, fichas, viajes, incentivos, mansiones, bellas doncellas, juventud y gloria- van implícitos en el significado del sintagma "jugador del Real Madrid". Para un futbolista, el tope máximo de su carrera es figurar en la nómina del club presidido por Florentino Pérez y engrandecer así, su fortuna, su palmarés y su yo. Tengamos asimismo en cuenta, que todos ellos o al menos una gran parte -especialmente la más destacable técnicamente- son auténticas celebridades en sus países de origen, han jugado docenas de veces con sus selecciones nacionales y han disputado innumerables encuentros que requerían un altísimo nivel de exigencia, tanto físico como mental y además, en todas las competiciones que quepa imaginar.

Llegar al Real Madrid puede que no sea el último paso de su carrera, pero sí -insisto- el más importante. Muchos lo hacen en la cima de su vida deportiva, es decir, a los 27 ó 28 años. Para alcanzar esa meta, para abrirse las puertas en un club como el Real Madrid, han tenido que revolcarse por campos de barro y tierra cuando eran unos alevines, pelear como titanes para llegar a formar parte de la primera plantilla y en última instancia, esforzarse al máximo en otros equipos y en sus escuadras nacionales hasta demostrar que son dignos de enfundarse la mítica camiseta blanca.

Por todo lo que han hecho, por todo lo que han jugado, por todo lo que han ganado y por todo lo que han sacrificado durante tantos años, se les paga lo que se les paga, se les trata como se les trata y se les considera como se les considera. Hasta donde yo sé, ninguno de ellos ha puesto una pistola en la sien de los dirigentes del Real Madrid para exigirles que le embolsen el montante que reciben anualmente. Un ejemplo. Si una empresa quisiera contar con nuestros servicios y nos ofreciera una cantidad estratosférica de dinero por trabajar con ellos, ¿renunciaríamos a ganar esa cantidad, si así nos lo plantearan los directores de recursos humanos de la empresa que nos quiere fichar? No, nadie negociaría a la baja, seguro.

En fin, como es costumbre, me estoy enrollando demasiado y hasta yo mismo empiezo a perder la perspectiva y el horizonte de mi destino. En realidad, lo que quería proponer a mi auditorio era un ejercicio que es sencillo y complicado a la vez, dado que hablamos de una disciplina tan pasional y en la que tan poco entran a jugar el raciocinio, los argumentos y la coherencia, como es el fútbol.

Pongámonos en la piel del jugador, tratemos de vivir la vida que él ha vivido, intentemos imaginar cómo puede sentirse alguien a quien le sobran fama, dinero y virtudes técnicas para realizar su trabajo y observémonos en su lugar, con 29 ó 30 años. En último término, representémonos a nosotros mismos en el vestuario del Real Madrid y conjeturemos que, tras un mal partido, un mal pase o un mal día -que cualquiera puede tener- un entrenador vocinglero y gesticulante nos echa en cara los errores que hemos cometido durante el encuentro, mientras nos exige a voz en grito delante del resto de compañeros que corramos más, que nos entreguemos más y que nos dejemos la vida en el campo.

Otro ejemplo empresarial. ¿A alguien le gusta que su jefe le subestime y le maltrate profesional y psicológicamente ante sus compañeros de departamento? ¿Es que por mucho dinero que ganemos, nos va a dar igual que un tipo al que se le supone una responsabilidad y una capacidad de liderazgo, se ensañe con nosotros hasta dejarnos en evidencia personal y profesional ante el resto de empleados? No, seguro que no.

Voy acabando. Si los madridistas queremos tener el mejor equipo del mundo, habremos de aceptar que los egos de los futbolistas de fama mundial que integren la plantilla, entren en colisión con caracteres tan espartanos y volcánicos como el de Camacho o el de cualquiera que llegue en su lugar con los mismos métodos. Desde mi modesto punto de vista, para gobernar convenientemente a la constelación de estrellas que actualmente es el Real Madrid, se precisa otra fórmula, algo que yo entiendo, debería estar más en la línea apaciguadora y casi paternal que Vicente del Bosque imprimía al equipo. Para que alguien como Camacho triunfara como entrenador del Real Madrid, la filosofía pública, deportiva y de gestión de la que ha impregnado Florentino Pérez al club en los últimos años, habría de experimentar un giro de 180º. Entre el mármol, el diamante y el platino por un lado y el cemento, la argamasa y el ladrillo por otro, el conflicto estaba, está y estará servido.

Antes de finalizar, me gustaría dejar constancia de que Camacho me parece un buen entrenador, pero desde luego, no el idóneo para el Real Madrid. Aun así, me cae bien. La raza, la fuerza y la entrega que le caracterizaron en su etapa de jugador, unidas a la franqueza, la familiaridad y la sencillez que desprende en todo momento, le hacen digno de mis simpatías.

Sin embargo, aun a riesgo de pecar de oportunista -que no es el caso, por otra parte- la idea de que el de Cieza se convirtiera en entrenador del equipo de mis amores, ya no era de mi total agrado cuando su nombre empezó a barajarse para sustituir al infando Queiroz. Quiero asimismo testimoniar que no estoy defendiendo a capa y espada a unos chicos que muchos aficionados -hasta yo mismo en algún caso- tendrán por malcriados y endiosados, que creen que todo lo saben y a los que nada importa más que el dinero y la fama.

Sólo propongo un ejercicio de sentido crítico y de búsqueda de diferentes perspectivas. Nada más.

Lucio Decumio.

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