30 agosto 2005

Una reflexión sobre la rendición de Japón

Dentro de pocos días, se conmemorará oficialmente el 60 aniversario de un hecho trascendental en la Historia de la Humanidad. La delegación de Su Majestad Imperial encabezada por el Ministro de Exteriores, Shigemitsu, así como por el general Umezu y el contralmirante Tomioka, ascendía el día 2 de Septiembre de 1945 hasta la cubierta del acorazado estadounidense “Missouri”, con el fin de firmar la rendición incondicional de Japón, rúbrica con la que se ponía punto y final a la II Guerra Mundial, la contienda más sangrienta y devastadora de todas cuantas hubiera visto nuestro planeta hasta la fecha.

Es éste un asunto de candente actualidad. Especialmente en las últimas fechas y sobre todo, desde que el 6 y el 9 de Agosto se cumplieran asimismo 60 años de los bombardeos atómicos que sufrieron Hiroshima y Nagasaki y que precipitaron la rendición nipona y el final del conflicto. Ataques aquéllos, que durante las últimas semanas han sido el eje sobre el que han pivotado infinidad de reportajes e informaciones, muchas de las cuales ponían en entredicho la necesidad de la ofensiva nuclear y el consiguiente martirio de cientos de miles de japoneses residentes en ambas ciudades.

Efectivamente y a nadie le falta razón cuando lo afirma, el archipiélago nipón estaba, en el verano de 1945, al borde del colapso; su industria y sus principales vías de abastecimiento habían desaparecido virtualmente del mapa tras meses de asoladores bombardeos; su ejército había sido reducido a la mínima expresión y miles de soldados permanecían desperdigados por el Sudeste Asiático sin posibilidad de retornar a la metrópoli o ser reabastecidos o reforzados por ésta; apenas disponían de fuerza aérea y buena parte de los pocos aparatos operativos, se empleaban en misiones suicidas de dudosa eficacia; la mayor parte del tonelaje de su Armada yacía en el fondo del Pacífico y así podríamos continuar, enumerando los mil y un motivos que en condiciones normales, habrían obligado a cualquier gobierno a capitular sin objeción. El castillo pues, está a punto de desmoronarse y sin más, se lanzan las dos bombas nucleares. ¿Es un acto de gratuita crueldad americana? ¿Tal vez una última y sangrienta revancha por cuatro años de cruenta lucha iniciada con el ataque a Pearl Harbor?

Los milenarios códigos de honor japoneses, muy vigentes entre las élites del país y demás estamentos sociales en aquellas fechas, primaban, imponían y preferían la muerte de cientos de miles, tal vez millones de japoneses, antes que la deshonra de la rendición. Hasta tal punto estaban dirigentes y ciudadanos empapados por los preceptos samurai y bushido, que en Julio de 1945, el Gobierno ordenó poner bajo las insuficientes armas de que disponía el país, a 27 millones de ciudadanos. Tal era la escasez, que a muchos de ellos sólo se les entregó una miserable caña de bambú.

Por lo tanto y pese a los implacables bombardeos norteamericanos contra las principales capitales del país -de donde cabe destacar el “raid” del 9 de Marzo sobre Tokio, que enterró 130.000 vidas en tan sólo tres horas bajo una tormenta de fósforo y napalm jamás vista hasta entonces- la suicida determinación de todos los estamentos sociales japoneses para resistir a cualquier precio, amenazaba con prolongar indefinidamente el conflicto y multiplicar las ya por entonces, espantosas cifras de muertos.

Los resultados de las batallas de Iwo Jima, Okinawa y Filipinas, donde decenas de miles de soldados japoneses se sacrificaron inútilmente antes de rendirse al avance norteamericano, pusieron en alerta al Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Haciendo una simple proyección porcentual de las bajas por ambos bandos en estos tres episodios de la Guerra en el Pacífico, el Alto Mando Norteamericano llegó a la conclusión de que una invasión terrestre de Japón que intentara poner fin a la lucha, se llevaría por delante la vida de aproximadamente un millón de soldados americanos y unos 20 millones de almas japonesas.

Era un excesivo peaje humano para dar por concluido un conflicto cuya balanza militar ya se había inclinado hacía tiempo del lado estadounidense, así que en vista de ello, la decisión de Harry Truman de utilizar la bomba atómica, parece más que justificada. Previamente al ataque, los aliados le concedieron a Japón una última oportunidad para capitular, pero el Emperador y el Gobierno nipón, ignorantes de lo que se les venía encima, la rechazaron y con ello precipitaron el tormento de dos ciudades y de 300.000 compatriotas.

Incluso, tras quedar Hiroshima y Nagasaki reducidas a escombros y diezmadas sus respectivas poblaciones, varios generales que se negaban a asumir lo inevitable, encabezaron un fallido golpe de Estado contra el Primer Ministro japonés, quien de acuerdo con Hiro-Hito había llegado por fin al convencimiento de que lo mejor que le podía suceder al país tras el suplicio nuclear, era aceptar los términos de la rendición a que les obligaban los aliados.

Como en tantas otras ocasiones, la progresía y el antiamericanismo ramplón y soez buscan exclusivamente el desgaste del gigante cuando se centran en los padecimientos y en las secuelas que dejaron tras de sí los dos ingenios nucleares arrojados contra Hiroshima y Nagasaki y en la injustificable sevicia de la Administración Norteamericana. Sin embargo y con su habitual apego por la simplificación manipuladora, obvian premeditadamente que la terquedad japonesa ante la evidencia de su derrota en una guerra por ellos iniciada, fue quien precipitó el holocausto de las dos poblaciones.

De igual modo, eliminan cualquier análisis en torno a las cifras de muertos que se hubieran derivado de la no utilización de las bombas atómicas, así como su efecto ejemplarizante para las futuras generaciones. A la vista de todo esto, yo me pregunto: con ser elevadísimo el coste, ¿quién no prefiere 300.000 muertos antes que 21 millones? o ¿cuántas veces las dantescas imágenes y los terribles efectos derivados de aquellas bombas visitaron las conciencias de Kruschev, Kennedy, Brezhnev o Reagan, antes de que éstos tomaran decisiones mucho más dramáticas a lo largo de los innumerables episodios de tensión política que mantuvieron al mundo en vilo durante las décadas posteriores?

Lucio Decumio.

28 agosto 2005

Asaltos, arietes y banderas

Lo sé amigos. Me he tomado un largo descanso durante el último mes y ello ha redundado en una nula actualización de mi página en las últimas semanas. Pero vuelvo con redobladas fuerzas y ahí va la muestra de lo que digo, aunque sea con algunas jornadas de retraso.

Con el paso de los años, la Izquierda ha logrado que el subconsciente colectivo de los españoles –incluso de aquéllos que se encuentran en sus antípodas ideológicas- haya terminado por identificar a los partidos y dirigentes de ese espectro político con las banderas de la paz, la igualdad, el progreso, la ecología y una interminable serie de estandartes que envuelven tanta o más carga simbólica que los citados.

Estas insignias, enarboladas con los aditamentos precisos que requiere cada ocasión y servidos por los mañosos e innumerables fogoneros mediáticos a su servicio, han sido, son y desgraciadamente serán por mucho tiempo, el gran ariete del que se sirvan PSOE, IU, ERC y demás formaciones de perfil marxista o nacionalista, para infamar y avasallar a sus rivales políticos desde cualquier lugar y en cualquier momento, todo ello con un coste político cercano a cero.

Pero desgraciadamente, el citado abanderamiento no sólo actúa como estilete. También funciona como parapeto ideológico que permite repeler con comodidad cualquier crítica a su gestión política, haya sido ésta llevada a cabo desde el Gobierno o desde la Oposición. Dicho de otra forma, la Izquierda y los nacionalismos han logrado que, gracias al continuo flamear de esas banderas y al apoyo de sus corifeos mediáticos, la sociedad les juzgue por las ideas que dicen defender, pero no por sus acciones y por la repercusión y consecuencias de las mismas.

Sólo así puede entenderse que tras casi año y medio en el gobierno, la sucesión de claudicaciones en aras de la bandera de la paz, de desmanes envueltos en la insignia de la igualdad, de retrocesos revestidos por el pabellón del progreso y de aberraciones cubiertas por el verde distintivo de la ecología, apenas hayan arañado el crédito del gobierno más débil, pusilánime y laxo que ha conocido España en muchísimos años, como tampoco parece haber hecho demasiada mella en el reconocimiento de sus socios parlamentarios.

Ante esta concatenación de abusos, siempre desde la misma vertiente, no hemos sido pocos los que hemos levantado la voz. Y tan diáfanos han sido los desmanes, que con un simple ejercicio de comparación entre el tratamiento social e informativo recibido por unos y por otros ante hechos similares, el fraude y el doble trato quedaban de inmediato al descubierto.

Sin embargo, quienes venimos denunciando tanta doblez y tanto fariseísmo, nos hemos visto sobrepasados. Conjeturas del tipo ¿qué habría ocurrido si un diputado del PP hubiera hecho...? o ¿qué habría pasado si un presidente autonómico del PP hubiera decidido...? o ¿qué habría sucedido si un dirigente del PP hubiera dicho...? ya no sirven para encabezar más críticas o censuras a las decisiones o a los actos del Gobierno socialista y de sus socios.

Y no sirven por la sencilla razón de que la Izquierda y sus amigos nacionalistas, han puesto el listón muy alto. Tanto, que cabalmente es imposible imaginarse a un diputado nacional del PP capitaneando con premeditación y alevosía, el asalto al domicilio particular de un periodista desafecto; a otro congresista del mismo partido facilitando la entrada en el Parlamento Nacional de familiares de soldados españoles fallecidos en misiones en el extranjero con el ánimo de coaccionar a un dirigente rival o incluso a un Presidente del Gobierno de la citada formación, vendiendo a su país a terroristas, secesionistas y ventajistas de todo pelaje.

No obviaré la carga de errores que por su condición de tal, cualquier humano comete, así como tampoco soslayaré el ineludible porcentaje de ovejas negras que salpica a cualquier organización o agrupación formada por los hombres. Quiero que todo ello vaya por delante cuando afirmo que la Derecha sociológica en general y el Partido Popular en particular, engloban a un espectro de dirigentes, cuadros, votantes y simpatizantes que se atiene a las reglas del juego, las acata, las respeta y sobre todo, cree en ellas y en la legitimidad de la que emanan, que son el pueblo español y la Constitución que se otorgó soberanamente en 1978.

Por el contrario y salvo muy contadas excepciones, los líderes de la Izquierda por un lado y sus homólogos nacionalistas por otro, no nos dejan de dar muestras a diario de su falta de respeto por esos mismos principios y de su ánimo por pervertirlos y adulterarlos en beneficio propio.

Lucio Decumio.

05 agosto 2005

Erróneas prioridades

El curso político debería haber tocado a su fin hace ya algún tiempo. Sin embargo, los padres de la patria –y los padrastros del delirio esencialista- siguen enfrascados en mil y una discusiones, especialmente en lo que a la futura modificación del Estatuto de Autonomía de Cataluña se refiere.

Como de costumbre y van “n”, quien accionó el tirador de la Caja de Pandora fue una vez más el que debería mantenerla cerrada a cal y canto, es decir, el de siempre. En su afán por no molestar a los matones y a los chantajistas en los que se apoyó para acceder al Poder y que en todo este tiempo no se han recatado a la hora de obtener el máximo beneficio de tan impagable bicoca al frente del Ejecutivo, Zapatero aseguró hace unos meses que cualquier texto que aprobara el Parlamento Catalán, sería bien recibido por el de la Nación para su postrer aprobación.


Ante semejante declaración de intenciones, no es a Carod, a Mas e incluso a Maragall a quienes cabe criticar en primer lugar por la elevación diaria del tono insolidario de sus exigencias y por sus inocultables tendencias centrífugas. En realidad, son individuos de atravesada trayectoria a quienes se les ve venir desde hace tiempo y cuyas declaraciones o actuaciones en pos de la desmembración de nuestro país, aunque siempre nos muevan a la náusea, no pueden sorprendernos.

Es Zapatero en cambio, el principal responsable. Su debilidad política, su bajeza moral y su miseria intelectual son los culpables últimos de esta permanente espiral degenerativa en la que vive instalada la vida política española en general y muy en particular, la que afecta a regiones como Cataluña, País Vasco y en último lugar y como última frontera, Galicia.

En estas tres autonomías y gracias a las reprobables cualidades presidenciales que mencionaba previamente, a la permanente enajenación quimérica de los líderes políticos regionales y a los eternos complejos del conjunto de los partidos políticos nacionales frente a éstos últimos, los problemas reales de los ciudadanos parecen haber pasado a un segundo, tercer o cuarto plano de las ocupaciones de los políticos locales, que teóricamente, fueron elegidos al efecto de poner coto a las inquietudes cotidianas de los votantes catalanes, vascos o gallegos.

Aunque podría centrar mi análisis en cualquiera de las tres regiones, por cuestiones de economía de espacio y tiempo, hoy sólo hablaré de Cataluña. En las últimas fechas han aparecido varias encuestas que aseguran que las principales preocupaciones que afectan al electorado catalán son parejas a las de cualquier otro ciudadano de España. Paro, inmigración, vivienda, delincuencia....Vamos, lo normal. Y sólo entre las últimas se menciona la modificación y la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña. Asimismo normal.

Sin embargo, la clase política catalana –esencialmente aquélla vinculada a CiU, ERC, PSC e IU- ha hecho oídos sordos desde el minuto uno a las opiniones de la mayoría de los catalanes y ya cumple casi dos años enzarzada en una abrupta pelea de gallos cuyo eje principal no es la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos a quienes dicen representar, sino el blindaje de su propia categoría de casta superior e intocable a través de la reforma de un Estatuto de Autonomía que desborda a la Constitución por los cuatro costados y que pretenden convertir en el último trampolín sobre el que catapultarse hacia la independencia.

Y tal ha llegado a ser el estruendo y la intensidad de la lucha, que hasta el parnaso de democracia y progreso que se levantó sobre la armonía, el cariño y la fraternal colaboración entre el nieto del poeta, el hijo del guardia civil y uno de IU que pasaba por allí, se ha visto sacudido por fuertes movimientos telúricos que amenazan con hacer saltar por los aires las idílicas relaciones que mantenían hasta la fecha Carod y Maragall.

Particularmente, me da igual cómo acabe el tripartito catalán. Perdón por la inexactitud; cuanto peor terminen, mejor para Cataluña y para España, eso sin duda.

Pero lo que ya no me da lo mismo es lo que pueda pasar en Cataluña, en la Cataluña real, pues los políticos locales, cuya prioridad debería ser el bienestar de sus conciudadanos y la resolución de sus problemas del día a día, se emplean por el contrario, en mil y una pendencias, en apuñalarse, en desplantarse y en zancadillearse como harían vulgares verduleras.

Porque mientras Carod, Mas y Maragall se afanan, con la bobalicona complacencia “zpresidencial”, en la ejecución de peligrosos malabarismos políticos en los que se pone en juego la unidad y el futuro de España, los desplomes de barrios por obras mal planificadas, concedidas y ejecutadas, no terminan de entender acerca de nuevas e inconstitucionales transferencias, los incendios forestales que a buen seguro también visitarán a Cataluña durante este verano, no observarán de acorazamientos competenciales y el descontrol inmigratorio, los colapsos circulatorios, la delincuencia, la subida del precio de la vivienda o los problemas de suministro energético, no se disolverán como por ensalmo a la vista de fabulados adeudos históricos.

Lucio Decumio.